Si Al-Qaida responde a la muerte de Bin Laden con una fuerza similar a la que mostraron aquel fatídico 11 de septiembre, el mundo tendrá que hacerse a la idea de que la muerte de Bin Laden solo habrá sido un capítulo más en una historia que se presume tan larga como dolorosa.
Por su propia anatomía, estructurada en una serie de grupos y grupúsculos prácticamente inconexos, Al-Qaida es tan difícil de destruir como de estudiar. No cabe duda de que esta atomización hace terriblemente complicado acabar con toda la red de un solo golpe; sin embargo, también para ella supone una enorme dificultad a la hora de organizar acciones conjuntas que le den la notoriedad deseada.
Efectivamente, dejar en manos de una multiplicidad de pequeños cabecillas la organización y ejecución de actividades criminales, hace prácticamente imposible predecir dónde o cuándo será su siguiente golpe. Es por ello que el nivel de alerta, ha de ser global, como así es actualmente. Más, de la misma forma, sin nadie que priorice los objetivos, organice las acciones y, sobre todo, distribuya los fondos necesarios para costearlas, difícilmente se pueden organizar los atentados salvajemente espectaculares que les hicieron famosos años atrás.
Antes del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York el sistema funcionaba a la perfección: cualquiera podía formar una célula de Al-Qaida, pero era Osama bin Laden el que se encargaba de que esos grupos contasen con su apoyo económico y logístico. Él facilitaba los fondos, e incluso él les costeaba los campamentos de instrucción militar. Por eso, y aunque dentro de la red hubiese otros dirigentes con más responsabilidades, él era la cabeza visible, el que hacía que todo fuese posible.
Tras el 11-S, en cambio, aislado y buscado por todo el mundo, con todas las comunicaciones intervenidas -por su seguridad, en la mansión donde ha pasado sus últimos meses no había ni teléfono ni internet-, ese papel se volvió sencillamente impracticable. Sin embargo, a veces una grabación, a veces un vídeo, servían para mantener viva la llama de su imagen. Y el hecho de que no fuese localizado la acrecentaba día tras día entre sus seguidores.
Es por esto, más allá de la simple venganza, por lo que en los Estados Unidos se marcaron su localización y exterminio como una prioridad estratégica, por encima de quien estuviese al cargo de la Administración. Con un republicano al frente de la Casa Blanca, con el mismo Geroge W. Brush, la historia de su muerte no hubiera sido muy diferente.
Bien es cierto que no sabemos, y tal vez nunca lo sepamos, si existían órdenes para tratar de capturar vivo a Osama bin Laden, con el objetivo de juzgarle como en su día se hizo con los criminales nazis. En todo caso, lo que tenemos es que el hombre más buscado de la década fue localizado, exterminado y arrojado al mar. Y suponemos que identificado antes y después de la operación, aunque chapuzas más garrafales se han visto.
En todo caso, un golpe cargado de simbolismo contra un personaje igualmente simbólico. Tal vez, a efectos reales un simple arañazo en la estructura policefálica de Al-Qaida, aunque, sin duda, a efectos morales, un ataque a uno de sus puntos más vulnerables. Un golpe que ahora tratarán de vengar con acciones inimaginablemente salvajes, sin duda.
Acciones que, por desgracia, nos servirán para cifrar en su justa medida la trascendencia del papel de Bin Laden. Si la reacción, que se da por segura, se limita a atentados de poco calado, tal vez sus consecuencias para la red criminal sean aún más funestas y destructivas que la propia muerte de su líder. Sin embargo, si demuestran de alguna manera una fuerza similar a la que mostraron aquel fatídico 11 de septiembre, el mundo tendrá que hacerse a la idea de que la muerte de Bin Laden solo habrá sido un capítulo más en una historia que se presume tan larga como dolorosa.
(Carlos Aitor Yuste Arija es historiador)
Carlos Aitor Yuste, EL DIARIO VASCO, 5/5/2011