JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Esta mezcla de política sin ética, instituciones deterioradas y amenazas de populismo exige una reflexión sincera y serena de todos los agentes políticos y sociales

La coincidencia del fin de año con el ecuador de legislatura invita a reflexionar, críticamente, por supuesto, sobre el actual estado de cosas en lo que atañe a la política. Sé bien que, tal y como discurre el pensamiento por redes y medios, el hecho de adoptar una postura crítica respecto del presente obliga a asumir por anticipado el chorreo de quienes han forjado el ingenioso término de «neoviejuno» o «neorrancio» para denigrar, como nostálgicos reaccionarios, a quienes quiera se atrevan a criticar toda novedad que, por haberse instalado en nuestra rabiosa actualidad, gozaría del beneficio, no ya de la duda, sino de su indubitable aceptabilidad. ¡Como si la facticidad tuviera valor normativo! Todo juicio de presente o proyección de futuro arranca de una experiencia de pasado y no supone en sí mismo ni nostalgia ni añoranza. Puesta así la venda antes que la herida, vayamos al grano, sobrevolando el detalle y fijándonos en lo sustancial.

Se ha hecho ya general la opinión de que la democracia atraviesa momentos delicados. La reciente cumbre organizada por Joe Biden da buena fe de ello. «Salvemos la democracia» no es un lema que pueda hoy considerarse exagerado. Los síntomas del desgaste son variados. Me limitaré a tres: la disolución del vínculo entre ética y política, el deterioro de las instituciones y la propagación del populismo. Sobre el vínculo entre ética y política, me limitaré a subrayar uno de sus aspectos más básicos: la pérdida de valor que ha sufrido la palabra como pilar de la democracia. Ya la ateniense temía más que cualquier otro mal el efecto letal que sobre ella ejercían demagogos, sicofantes y sofistas de toda laya. Hoy, desde que la palabra rompió con la verdad, esos personajes proliferan en el mundo. Charlatanes extravagantes a lo Johnson o Trump dejan pequeño al joven Alcibíades. Su ejemplo ha cundido y, sin salir del país, podemos verlo emulado con asombrosa brillantez. Los hay que no pueden pronunciar palabra que no desdiga la que antes pronunciaron. De servir a la verdad, la palabra se ha vendido a la propaganda, al insulto, a la confrontación y a la toma del poder. Importa el resultado, no los medios de alcanzarlo. La mentira goza de carta de naturaleza en el nuevo lenguaje político, y su empleo no es motivo de sonrojo o desprestigio. Siempre mintió la política, pero hoy lo hace sin vergüenza. La confianza popular en la política, base del sistema, queda gravemente dañada por la pérdida de su componente ético y la debida decencia cívica.

En lo que se refiere al deterioro institucional, del rey abajo, ninguno. El emérito ha puesto la institución que su dinastía encarna a los pies de los caballos, causándole un daño cuya reparación exigirá, de lograrse, una generosidad que una ciudadanía cada vez más desafecta no estaría dispuesta a malgastar. Las demás instituciones se hallan también sometidas a un estrés insoportable. El funcionamiento independiente de los tres poderes del Estado está en entredicho. El legislativo se ve ninguneado por el ejecutivo y degradado en su dignidad por los partidos, mientras al judicial uno y otros presionan sin piedad. No es un desorden que ocurra en un rincón recóndito del Estado sin impacto en el ciudadano, sino un espectáculo que lo escandaliza y desanima. Es una crisis sistémica que los partidos alimentan con su insaciable voracidad y que tiene efectos perversos en un mundo en que las democracias iliberales ganan día a día más terreno.

Y, por fin, el populismo, que crece en la incertidumbre y la indolencia institucional, va haciéndose presente hasta en los países que menos proclives parecían a acogerlo. Es lo más opuesto a la racionalidad democrática, enraizado como está en las emociones más primarias. Trasciende de ideologías y viste ropajes de derecha y de izquierda. Es un modo intercambiable de ejercer la política. Resulta significativo, a este respecto, que sean dos destacados epígonos del nuevo progresismo español, Íñigo Errejón y Yolanda Díaz, los que más abogan por propuestas que se dicen «transversales» y «del pueblo», despreciando las ideologías tradicionales junto con sus organizaciones representativas. ¡Qué más «neorrancio» y «neoviejuno» que estas innovaciones que evocan lo que, del pasado, ha demostrado ser más digno de olvido! En fin, que bien harían, estas fiestas, tanto supuestos nostálgicos como rompedores en sentarse en el rincón de pensar a ver si, entre todos, ponen orden en este desaguisado en lo que queda de legislatura.