DAVID GISTAU-EL MUNDO
DURANTE la Transición y después, las urnas tuvieron una consideración sacral debida al hecho de que eran una novedad y una conquista a las que llegábamos más tarde que los demás. El gozo de lo flamante. Esto, como todo, se fue deteriorando. El desgaste abocó a un tiempo en que las urnas volvieron a ser para romperlas porque surgieron cauces alternativos de legitimidad ubicados en la calle y en las emociones. Los tipis de la Puerta del Sol durante el 15-M, por ejemplo, que trataron de disociar el Parlamento y su sociedad con el grito de «No nos representan». Lo que salía de las urnas representaba menos que una barahúnda de megáfono. Y lo curioso es que en parte era verdad porque el Parlamento tardó en reflejar pulsiones políticas nuevas que llegaron primero a la televisión. La gestión de la abdicación del Rey y la proclamación del siguiente fueron los últimos cometidos trascendentales de un parlamento clásico que sabía que iba a cambiar porque lo que había fuera ya estaba cambiado.
Estas mutaciones han permitido que Podemos –desde antes incluso de ser Podemos– tenga con las urnas una relación que no es vocacional, sino instrumental. Es decir, las urnas son sagradas cuando lo que dictan resulta grato y contribuye a una penetración no revolucionaria del sistema. Pero hay que impugnarlas en la calle cuando no es así. Nada más ganar las elecciones por primera vez, sin tiempo siquiera para haber empezado a cometer errores aparte del de ser derecha gobernando, Rajoy se encontró con un parlamento atrincherado literalmente y sometido a asalto por Rodea el Congreso. Era cuando Pablo Iglesias, que aún no tenía chalet ni ínfulas de prócer, podía confesarse en televisión «emocionado» al ver cómo unos enmascarados pateaban en el suelo a un policía derribado.
La impugnación en la calle se repite ahora que las urnas andaluzas erraron porque la gente, la Infalible Gente de Podemos, no hizo lo que se esperaba de ella. Es lo mismo que Rodea pero con un añadido: Iglesias necesitaba regresar a ese santuario lleno de tentaciones violentas y «empoderamientos» populares para hacerse perdonar la tediosa conversión en partitocracia profesional de Podemos. Su pérdida de la llamita original. Para ello dispone de la agresión a la Monarquía, asistido por un PSOE dislocado, y del advenimiento de un enemigo mitológico, la ultraderecha, que remite a la nostalgia de videojuego del «paqueo». Dijo «alarma antifascista» y se sintió como si a su lado esperara órdenes Enrique Líster.