ABC-IGNACIO CAMACHO

La moderación fundacional del pacto democrático ha quedado arrinconada por la intemperancia de los exaltados

CUANDO oigas decir que hay que cambiar la Constitución, que se ha quedado vieja, recuerda que sirvió para cerrar del todo la cicatriz de una guerra. Lo que llegó en abril del 39 no fue la paz sino la victoria de media España contra la otra media, y esa larga querella siguió viva hasta que el pacto del 78 la cerró con un modelo de convivencia que durante décadas ha permitido gobernar sin traumas a la izquierda y a la derecha. Una reconciliación que si no fue sincera fue pragmática, con un esfuerzo mutuo para evitar los ajustes de cuentas. No existen constituciones perfectas. Casi todas han sufrido reformas y enmiendas pero las que han tenido más éxito han sido siempre las más duraderas. Cuando escuches los cantos de sirena amárrate, como Ulises, al mástil de tus propias ideas, y pregúntate si lo que de verdad quieren algunos es liquidar el sistema para sustituirlo por otro en el que puedan jugar con sus solas reglas.

Porque eso fue, justamente, lo que quiso y logró evitar aquel gran acuerdo: que en lo esencial nadie impusiera a nadie su criterio. Que la libertad fuese un bien compartido, un proyecto transado bajo un compromiso recíproco de respeto. No creas que fue fácil; supuso un gran mérito que todas las partes cediesen para poder encontrarse en un punto intermedio. Lo llamaron consenso, y consistió en una renuncia a los principios extremos, a los dogmatismos arrojadizos que habían llevado al país a un largo enfrentamiento. Hoy la concordia es un concepto en desuso tratado con desprecio por los profetas de la refundación, los mesías que prometen un orden nuevo, los iluminados que creen regresado el tiempo del cisma civil, de la malquerencia social, de la ruptura territorial, del desencuentro interno.

Están de moda los debates exaltados. El viejo arbitrismo español se ha reencarnado en una pléyade de tribunos populistas que venden con lenguaje inflamado sus modelos sectarios. La moderación que consolidó la democracia ha quedado arrinconada por el alboroto de los energúmenos y de los fanáticos, por la demonización del adversario, por el retorno a la agresiva intransigencia del pasado lejano. Mira a tu alrededor y reflexiona si en ese clima de antagonismo hostil es posible encontrar algo, una aspiración común, un horizonte, un espacio en que vuelvan a entenderse estos bandos arriscados.

No se trata de una cuestión de inmovilismo, ni de inercia, ni de desgana. Sólo piensa un momento, con mentalidad práctica, en los problemas de España, y también en los tuyos, en las prioridades de tu vida cotidiana, y calcula con sinceridad cuántos de ellos crees que resolvería el revisionismo de la Carta Magna. Luego contempla esta política convulsa, crispada, llena de furia y de intemperancia, y plantéate a ti mismo qué probabilidades ves de que esa reforma tan manoseada acabe dejando las cosas mejor o peor de lo que estaban.