ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

El pueblo español acude al rescate de su patria indivisible, frente a dirigentes impotentes, cobardes o traidores

DICE el artículo 2 de la Constitución española: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Hoy, cuando se cumple el cuadragésimo aniversario de su aprobación, esa Nación secular no solo resiste a los embates del separatismo aliado al populismo de extrema izquierda y también a la cobardía y el relativismo de muchos, sino que demuestra tener un vigor muy superior al calculado por sus enemigos. España vive y se defiende de quienes ansían aniquilarla. El pueblo español acude una vez más al rescate de su patria, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia, tomando la iniciativa frente a dirigentes impotentes, pusilánimes, traidores o incapaces de honrar la alta representación que ostentan. La primera manifestación de esta contraofensiva ha tenido lugar en Andalucía, pero seguirá extendiéndose. Una Nación como la nuestra no se destruye así como así.

La Carta Magna a la que debemos cuatro décadas de prosperidad democrática fue aprobada gracias a un ingente esfuerzo común por acercar posiciones. A muchos españoles entonces les repugnaba la idea de parcelar el Estado en diecisiete autonomías y a otros, los menos, les habría gustado una descentralización aún mayor. Al final prevaleció el consenso y el texto fruto de ese acuerdo obtuvo un abrumador respaldo. Con el correr de los años, los separatistas disfrazados de nacionalistas han ido exigiendo más y más soberanía, en una exhibición obscena de deslealtad constitucional, mientras que los partidos nacionales cedían a manos llenas lo que no era de su propiedad. Ahora pagan cara esa falta de diligencia en la custodia de un bien mucho más valioso que cualquier poltrona.

Sánchez ha llevado al paroxismo el movimiento centrífugo que inició Zapatero. Si aquel fomentó la conversión de su partido en un conjunto de taifas, este ha puesto su destino y el del PSOE en manos de golpistas confesos, herederos de ETA y extremistas de izquierda que alientan a la violencia como respuesta al veredicto que arrojan las urnas andaluzas. Su ambición personal es tan infinitamente superior a sus convicciones o su visión de estadista que ha entregado un legado centenario a cambio de unos años en Moncloa. En Andalucía ha empezado a sufrir las consecuencias de esa traición, que amenaza con borrar al socialismo del mapa municipal y autonómico.

En las filas populares el paisaje tampoco resulta muy proclive al optimismo. Más allá de la euforia desatada por el previsible desembarco de Moreno Bonilla en el palacio de San Telmo, pese a su tremendo batacazo electoral, la actual dirección nacional debe ser consciente de su debilidad. El espacio político que Aznar logró unificar bajo unas mismas siglas está ahora dividido en tres, y las fuerzas que cotizan al alza se sitúan a izquierda y derecha de un PP menguante. La negativa de Rajoy a plantar cara política al independentismo, su rechazo del combate ideológico y su apuesta por el apaciguamiento no solo han dejado esta herencia de fragmentación, sino que han impulsado a un partido que cuestiona abiertamente la continuidad de las autonomías reconocidas en el mismo artículo 2 de la Constitución que consagra la indisoluble unidad de la Nación. La tarea que tiene Casado por delante es ingente, si aspira a recuperar lo que fue y significó su formación. Porque tanto Ciudadanos como Vox han venido para quedarse. El reto que les aguarda ahora a todos ellos es emular a los constitucionalistas de 1978 y poner el interés de España por encima de sus diferencias.