Ignacio Camacho-ABC

  • El decreto de emergencia está obsoleto y el fantasma del 8 de marzo comienza a planear sobre el 14 de febrero

A finales de diciembre, la media nacional de infección por el Covid superó el nivel de «riesgo extremo» -incidencia acumulada a 14 días de 250 casos por 100.000 habitantes- establecido en el baremo de referencia aprobado por el Consejo Interterritorial de Salud y que en la práctica sirvió de base para el estado de alarma aún vigente. A día de hoy está en 900 casos, que son más de mil en la mitad de las comunidades. Con la tasa de propagación cuadruplicada por el efecto de la cepa inglesa, la que iba a tener un impacto marginal según el portavoz Simón, el umbral de medidas de contención sigue siendo el mismo de octubre mientras la presión hospitalaria, la ocupación de camas de UCI y de enfermos agudos, sube al límite del temido triaje: ese trance angustioso que obligará a los médicos a erigirse en árbitros de la vida y la muerte decidiendo, como en primavera, qué pacientes pueden o no recibir cuidados intensivos. La necesidad de adoptar restricciones más severas es un clamor entre los dirigentes autonómicos y los profesionales sanitarios. ¿Respuesta? El silencio. Un silencio evasivo, ensimismado, hermético. El ministro de Sanidad ha salido escopetado y su sucesora se excusa en la falta de tiempo para aterrizar cuando lo que de veras falta es criterio. No tanto el suyo como el del presidente del Gobierno.

El estado de alarma, este estado de alarma, pensado en y para otras circunstancias, no sirve. No cumple su función. Se ha vuelto inoperante ante un clima de estrés máximo y un sistema asistencial desbordado. Sus indicadores, términos y previsiones han quedado desfasados, obsoletos, y es urgente cambiarlos. El estancamiento de la campaña de vacunación exige un replanteo de las limitaciones a la movilidad ciudadana que pasa por la entrega a las autonomías de instrumentos jurídicos más funcionales, más eficaces y más amplios que los toques de queda nocturnos o la recomendación de fomentar el teletrabajo y los confinamientos familiares voluntarios. El virus no obedece consignas; la realidad pandémica se ha desencajado del marco de otoño y no se la puede reencuadrar a martillazos.

Pero Sánchez sabe que si modifica el decreto de emergencia se queda sin elecciones catalanas, además de correr el riesgo de no poder prorrogarlo hasta mayo. Y en el más puro estilo de su antecesor Rajoy se ha convertido en una esfinge cruzada de brazos, a la espera de que la curva se aplane o decaiga sin que se vea forzado a descomponer su gesto estatuario. Sólo que mucha gente cae enferma y se muere entretanto, y eso genera una responsabilidad siquiera moral que no está afrontando. De nuevo un objetivo político, la celebración como sea de los comicios de Cataluña, adquiere carácter prioritario frente a la necesidad apremiante, imperativa, de frenar la velocidad del contagio. Y sobre el 14 de febrero comienza a planear el dramático fantasma del 8 de marzo.