José Luis Zubizarreta-El Correo

Los medios, de controles del poder y baluartes de la veracidad, no pueden convertirse en vehículos del sectarismo que afecta a la política y pervierte el sistema

De nada vale criticar o protestar. La política española -mezcla de mediocridad, charlatanería, hooliganismo y provocación- ha entrado en una irrefrenable dinámica bélica que amenaza con sembrar de cadáveres el páramo que hasta no hace mucho fue su espacio de confrontación democrática. Un fuego de furia y odio se ha apoderado de sus agentes, que ya no luchan por alternarse en el poder siguiendo las reglas del sistema, sino por destruirse unos a otros para poder mantenerlo o alcanzarlo. No hay lugar para la transacción. Los partidos son bandos y sus militancias, sectas. Las batallas se suceden en una guerra que sólo admite la victoria o la derrota.

Así, si la pasada semana fue la prórroga de la alarma la chispa que prendió el incendio, ésta ha sido la coincidencia del cese de un mando de la Guardia Civil con una investigación del mismo cuerpo en funciones de policía judicial. Los hechos son de sobra conocidos y no pretendo repetirlos. Podrían haber sido otros. Sólo señalaré que esta última ha sido una batalla especialmente peligrosa, toda vez que, además de a los tres Poderes del Estado, implica a un cuerpo de carácter militar que, aparte de su propio peso específico, tiene capacidad de despertar hondas -y no siempre nobles- pasiones dormidas en buena parte de la sociedad. Pero baste con mencionarlo.

No perderé tampoco el tiempo criticando el comportamiento de un estamento, el político, en cuyo propósito de enmienda resulta difícil de confiar en el punto al que hemos llegado. Prefiero destacar la potencia expansiva que su belicismo está ejerciendo sobre quienes median entre la política y la sociedad, y tienen, por ello, el poder de condicionar la opinión que ésta se forma de los hechos y hasta su propio comportamiento. Me refiero a los medios de comunicación.

Pocas batallas como la de esta semana podrían ser más instructivas al respecto. Nos hallamos, en efecto, ante un conflicto que por su carácter bipolar -cese de un mando policial frente a mala práctica investigadora- invita a posicionarse también bipolarmente. Y, como ya no vale lo de ‘haec oportet facere et illa non omittere’, es decir, el ‘conviene hacer lo uno sin dejar de hacer lo otro’, lo más fácil es poner de relieve uno de los polos, relegando el otro a un segundo plano. Quien haya seguido los medios esta semana ha podido comprobarlo. Unos han puesto el foco sobre la supuesta chapuza del informe de la Guardia Civil. Otros, sobre la presunta injerencia del poder político, no ya en el judicial, sino en la autonomía de un cuerpo al que se le atribuye, además de una trayectoria intachable, inmunidad organizativa. Se invita así a hacer de la chapuza excusa de la injerencia, y viceversa, o incluso a convertir lo incorrecto en correcto. El núcleo del asunto -que no es, por cierto, ni la chapucería del informe ni la inmunidad de la Guardia Civil- se le escamotea al ciudadano, que se ve arrastrado a alinearse con el polo que su medio le ha puesto ante los ojos o susurrado al oído.

Es sólo un ejemplo del contagio que la degeneración política puede ejercer sobre los medios de comunicación. El pluralismo mediático, alineado con el político, degenera también él en sectarismo. No son hoy una rareza los informadores que dan las noticias con retintín valorativo o abonan sus crónicas con adverbios y adjetivos propios de piezas de opinión. Y no se trata de la legítima pluralidad de visiones que admiten los hechos, sino que apunta a alineamientos ideológicos o empresariales que transmiten los datos de manera sesgada. Vicio que tiene, a veces, que ver con esa perniciosa endogamia que, en no pocas ocasiones, se establece entre el político y el informador y acaba por hacerlos rehenes recíprocos.

Si esta práctica no se corrigiera, los ciudadanos correrían el riesgo de verse arrastrados por la corriente suicida o cainita que ha llevado nuestra política al grado de degeneración del que, de momento, aquellos sólo han sido testigos. De instrumentos de control del poder y baluartes de la veracidad los medios pasarían a ser vehículos de los patógenos que infectan la política y acabarían contagiando a la ciudadanía y a todo el sistema. ¡Ojalá lo dicho, más que una voz de alarma, que no me correspondería dar a mí, sólo fuera alarmismo de quien, de un tiempo a esta parte, se siente profundamente decepcionado!