Ignacio Camacho-ABC

  • Al cumplirse dos años de su acceso al poder, moción de censura mediante, Sánchez ha permitido a Iglesias extremar el enfrentamiento civil que ha convertido en su modelo estratégico. Cercado por el fracaso, ahora judicializado, en la gestión de la pandemia, ha unido su destino al incendiario líder de Podemos

Cuando Pedro Sánchez ganó por segunda vez, en mayo de 2017, las primarias socialistas, uno de los dirigentes que apoyaban a la derrotada Susana Díaz me dijo en privado que era «lo peor que ha pasado en la política española desde la recesión». Aunque algunos socialistas relevantes expresaban su desconfianza en el personaje con la frase de que «Pedro está en el PSOE pero no es del PSOE», el pesimismo de aquella sentencia me chocó al punto de preguntarle a mi interlocutor -hoy alejado de la escena pública- si la victoria del resucitado líder le parecía peor noticia que la irrupción de Podemos un trienio antes. Su respuesta fue premonitoria:

-No veo gran diferencia. Una cosa es consecuencia de la otra. Pero Podemos nunca podrá gobernar sin el PSOE. El problema es que Sánchez piensa que él nunca gobernará sin Podemos.

Al cumplirse este fin de semana dos años de su acceso al poder mediante una moción de censura apoyada por todos los partidos anticonstitucionalistas, aquel análisis se ha revelado cabalmente exacto. Obsesionado con el poder como único proyecto, aunque nunca haya sabido para qué usarlo, el presidente ha uncido su destino al de Pablo Iglesias entregándole la llave de su mandato a cambio de una protección pretoriana que el caudillo comunista aprovecha para consolidar posiciones de influencia a base de hechos consumados. Todos los inconvenientes que Sánchez decía ver en esa alianza, incluidos los de la desconfianza europea y el alineamiento del socio con los separatistas catalanes, se han verificado; sin embargo, el cerco político que el Gabinete sufre tras su fracaso en la crisis del coronavirus ha sobredimensionado el papel de Iglesias hasta volver imprescindible no sólo su respaldo sino su abrasivo protagonismo en un escenario del que el primer actor ha huido para ponerse a salvo.

La actuación pirómana -radiactiva, como dice Ignacio Varela- del vicepresidente forma parte del diseño frentista sobre el que se basa este Gobierno. Sánchez nunca pensó en otra cosa que en el modelo Frankenstein como eje estratégico. Su renuncia a pactar con Ciudadanos obedecía a la intención de no permitir que Podemos pudiese capitalizar el descontento de la izquierda social ante un PSOE basculado hacia el centro. Todo lo que ha ocurrido desde aquellas primarias en que liquidó la socialdemocracia responde al mismo planteamiento: arrinconar a la derecha mediante la formación de un bloque de rechazo capaz de expulsarla del campo de juego. La pasada semana, y ante el aprieto que provocó el abandono provisional del separatismo, el presidente no dudó un instante en dar el salto cualitativo, inédito en esta democracia, de cerrar un acuerdo -intermediado por Iglesias- con los tardoetarras de Bildu. Enviaba así el mensaje nítido de que sólo contempla un camino: el de sostener la legislatura sobre la amalgama de fuerzas rupturistas que calculó desde el principio, desde aquel doble fracaso electoral ante Rajoy que motivó la defenestración de su propio partido.

Una estrategia de esta clase sólo puede sostenerse desde la reinvención de las dos Españas, groseramente caracterizadas como la progresista -en la que ha alineado sin prejuicios a todos los adversarios de la Constitución- y la retardataria. La aparición de Vox proporcionó el pretexto que necesitaba para configurar el espantajo «facha» que estigmatizase a toda la derecha como una amenaza. El resto era simple: encargar al aparato de propaganda la construcción de un marco mental en el que la oposición encarne el riesgo de involución democrática que -los hechos hablan- representa en realidad la actual mayoría parlamentaria. Y en caso de situación comprometida, como ha sucedido esta semana, apelar al fantasma del golpe de Estado para encubrir un lío como el que ha organizado el ministro Marlaska al abrir una crisis en la Guardia Civil con su nerviosa intervención autoritaria.

La agresividad de Iglesias en el Congreso responde a la necesidad de desviar el foco del error que al Gobierno más le pesa: la autorización de la manifestación feminista que disparó la propagación de la epidemia. La judicialización de esa decisión cambia por completo el carácter del problema porque la instrucción del caso puede determinar el curso de otras demandas y querellas. En un clima de fobia antigubernamental, el Ejecutivo se ha dado cuenta de que ni siquiera el decreto de alerta lo blinda del todo ante el control de una justicia especialmente celosa de su independencia. Pero presionar a las togas involucrándolas en una presunta conspiración no parece la mejor receta; más bien un recurso desesperado que retrata a un Ejecutivo con demasiadas grietas abiertas. Esta arremetida virulenta demuestra que el funcionamiento de las instituciones y la separación de poderes son la última frontera de defensa contra el intento cada vez más patente de subvertir las bases del sistema.

Tal vez consciente de la delicadeza del momento, Sánchez se ha replegado dejando que su aliado carbonice el debate público con un matonismo desafiante e incendiario que recuerda la peor fase del período republicano. Se ha puesto en sus manos, lo que significa otorgarle carta blanca para acelerar una suicida escalada de conflicto entre bandos. El líder podemita es un desestabilizador nato cuyo instinto huele la oportunidad de sacar rédito de un ambiente inflamado. Pero es el presidente el responsable de que el país viva en un irrespirable, tóxico marasmo cuando la depresión socioeconómica originada por la pandemia barrunta con romper en dramático descalabro. Al autocomplaciente «Gobierno bonito» de hace dos años le han salido arrugas y ceño torvo al contacto con una cuadrilla de fanáticos, admiradores confesos del régimen venezolano. El espectro del chavismo podría parecer una hipérbole propia de un país desasosegado, pero hay una campaña contra la oposición, contra la Corona, contra el poder judicial, contra las fuerzas de seguridad, contra la prensa y contra todos los contrapesos democráticos. Y un decreto de alarma que suspende derechos individuales básicos. Para tratarse de una exageración, este largo estado de excepción exhala demasiados efluvios bolivarianos.