LUIS MIGUEL FUENTES-EL MUNDO
Lo primero que nos enseñaron fue el atril, recién fabricado, con algo de columpio pintado o taburete de gastrobar nuevo, y explicaron que estaba inspirado en una torre eléctrica. Quizá para invocar la energía del debate o recordar las puertas giratorias. O a Frankenstein. El atril peligrosamente eléctrico, con esa humedad de muerte que tienen los secadores en el cuarto de baño o los revólveres bajo una gabardina. Insistían en eso y en que querían transparencia: que se les vieran a los candidatos los bajos, los nervios, las piernas de recortable, de maestra en su mesa o de nadador entre tiburones. Pensé que eran atriles para desnudarlos o para crucificarlos, porque esta vez iba a haber periodistas vivos después de tanto monólogo de farero y tanto cronómetro de marine. El peor escenario para Sánchez, que efectivamente se llevó toda la noche recibiendo calambres como el muñeco del juego Operación.
Ana Pastor y Vicente Vallés hicieron preguntas sin mucha munición, sin volar las piernas de sirena de los candidatos, apenas para que Sánchez renegara de Cs por imponerle el cordón sanitario, para que Iglesias, vestido de alumno marista, volviera a hacer de soso, y para que Rivera retomara la batuta o el garrote. Era en Rivera donde estaba el calambre, no en los periodistas, que seguían siendo repartidores de pizza. Rivera dijo que con los independentistas no iba ni a la vuelta de la esquina, dejó frases de madre como «más claro agua» o «no nos tome el pelo», y a Iglesias, reverendo, aún con el numerito de tendero de la Constitución, le preguntó si acaso era el árbitro. La libertad del debate permitía el cuerpo a cuerpo y Rivera se dedicó a él desde el primer momento. Además de volver a arrojarle a Sánchez su amancebamiento con el independentismo, de nuevo esa foto de marco siniestro de la comunión negra de Torra, le regaló su propia tesis para que se la leyera e hizo que Sánchez lo intentara contrarrestar con el libro de Dragó sobre Abascal. De nuevo la derechona como bibliazo, como anatema, como trabuco grueso. Rivera era efectista pero efectivo.
Para Sánchez todo eran mentiras, pero Rivera sólo tenía que abrir los brazos como si hasta allí llegaran los efluvios de las fantasías de Puigdemont y los presos. Sánchez seguía recibiendo calambrazos, envarándose, negando con el cuello rígido, sonriendo con escalofríos y defendiéndose con alguna falacia bermellona en el tenedor del postre. Con Cataluña, Rivera consiguió que Sánchez pareciera electrocutado en su acuario de dentista. Iglesias lo llamó «impertinente». Pero hacía que los demás parecieran figurantes.
Ese atril eléctrico, entre instrumento de tortura y cama de hospital, no mejoraba mucho la cara de apendicitis que tenía Casado del anterior debate. Casado intentaba ser más contundente, pero Rivera controlaba la cámara, el ritmo, la atención, la frase que hacía de látigo y de cuchilla. Cuando se enfrentaban Casado y Rivera, Rivera parecía su padre o su profe. Frito como un ave de poste eléctrico, Sánchez llegaba a usar la violación y a las mujeres maltratadas como entente política. A veces parecía que sólo estaba ahí intentando que no se le cayera el mentón, que a lo mejor sólo le sostenía Vox. Rivera daba calambre, desplazó a Casado y sacó de quicio a Sánchez. Fue el único que no salió chamuscado. Casado salió quemado como con su primer pitillo, Sánchez como en el incendio de su ópera e Iglesias como el que se quedó dormido. Sí que tenían peligro el atril eléctrico y las piernas al aire.