Alcalde en tiempos de guerra

EL MUNDO 31/10/16
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

Fue hace tres años. Estábamos sentados frente a frente en el salón de una antigua casa italianizante de la zona alta de Barcelona. Un amigo común había hecho las presentaciones y escuchaba en silencio, divertido. Yo observaba: la cara limpia; los ojos encendidos; el discurso en el punto justo donde convergen la razón y las emociones. Qué ingenuo es, pensé. Pero entre su idealismo incandescente y el cinismo desideologizado que nos rodea… Seguí escuchando. «Yo quiero que Ciudadanos sea una fuerza de regeneración del sistema», insistió. «Quiero que rinda un servicio concreto a España. Como la UCD en su día. Y si eso significa que luego debamos disolvernos, no pasa nada. Misión cumplida».

No sé cuánto habrá cambiado Albert Rivera desde su irrupción en la política nacional. Pero de aquella visión de C’s como partido provisional sólo quedan los rescoldos de una noche de invierno. Hoy el objetivo de Rivera es sobrevivir.

La historia pudo haber sido distinta. Hace un año, entre las elecciones catalanas del 27-S y las generales de diciembre, Ciudadanos perdió la oportunidad de sustituir al Partido Popular. «El Podemos de derechas», se mofaban los listos. Y temblaba Génova. El éxito de Inés Arrimadas convirtió la suave brisa en un vendaval. Los votos volaban hacia C’s. No había cena o cenáculo en que votantes del PP, habituales o potenciales, liberales o conservadores, no anunciaran, no ya su simpatía hacia Rivera, sino su intención de apoyarle.

Quizás Rivera se asustó. «¡Marca blanca!», le gritaban, y él respondía: «¡No, no!». Como un chico del PP. No se percató de que la plaga nacional-populista exigía la urgente redefinición de los ejes ideológicos. Convirtió, es verdad, la denuncia de la rancia división rojos-azules en una consigna. Pero la sustituyó por la confrontación nuevos-viejos, situándose junto al disolvente Podemos contra los defensores del sistema. Mucho se ha escrito sobre sus compadreos con Iglesias, camisa arremangada, Évole de celestina. Menos sobre su decisión de arrinconar el debate catalán. «No es centrista», diría Garicano. Y el trasvase del PP se frenó en seco. Incluso se revirtió: unos a por las pinzas; otros, a la abstención.

Entre enero y las elecciones del 26-J, Rivera intentó corregir el rumbo. Se declaró incompatible con Podemos, viajó a Venezuela y ensayó una difícil distinción entre el PP y Rajoy. Pero ya era tarde. Cuando Rajoy convocó a la defensa del sistema, el electorado respondió: 137 diputados para el PP; 32 para C’s.

El pasado jueves, apuntando a las balas de Tejero, Rivera dio el penúltimo paso de su larga rectificación: del «choca, Pablo» y no a Rajoy, al «vaya gilipollas» y sí a Rajoy. El definitivo, sin embargo, ha quedado pendiente.

No sé si Rivera ha leído las memorias de Nick Clegg, Politics between the extremes. El libro contesta una pregunta decisiva para C’s: ¿oposición constructiva o construcción desde el Gobierno? Lo hace sin autocomplacencia y con lucidez. Clegg, como Ignatieff, disecciona su fracaso. Explica cómo su entrada en el gobierno de Cameron convirtió la Cleggmanía en cenizas de rabia y frustración. Cómo no supo combatir la sensación de traición de sus votantes. Cómo perdió el control sobre el relato de los Lib Dems, reducidos «a una especie de póliza de seguro» contra los excesos de los Tories. Por momentos, Cameron y Osborne parecen una pareja de gatos panzudos jugando con un jilguero. And yet.

La conclusión de Clegg es rotunda. Y convincente. Su libro es un alegato por la coalición de los partidos de la razón frente a la ola nacional-populista, que al Reino Unido le ha costado su pertenencia a Europa y veremos si también la vida. Según Clegg, el avance del extremismo emplaza a los partidos intermedios a maximizar su influencia. A asumir plena responsabilidad. A integrar gobiernos racionales. A liderar las reformas desde arriba. A desmentir con hechos la nuclear mentira populista de que el cambio no lo procuran los gobiernos sino la calle encendida.

Clegg valoró dejar gobernar en minoría a los conservadores. Pero la descartó: «Siempre me pareció la peor de las opciones: responsabilidad sin control; apoyo sin dirección». Y, peor aún, sin garantías. Sometido al chantaje, invocando la inestabilidad, Cameron no habría dudado en convocar elecciones y entonces los Lib Dems habrían quedado prematuramente liquidados, sin equipo ni obra que exhibir. Qué tentación para Rajoy.

No, la decisión de Rivera no es fácil. Pero hay algo estéril, desesperado, en su reivindicación del acuerdo de 150 puntos con el PP. ¿Qué ventaja tiene reclamar desde la grada lo que puedes decidir desde el terreno, the man in the arena? Ahí están, boyantes, Cristina Cifuentes y Susana Díaz. Y eso que sólo dependen de C’s. La fragmentación del Parlamento ofrece a Rajoy más opciones donde elegir: un PSOE reconciliado, esperemos que definitivamente, con España; un PNV abonado, seguro que temporalmente, al pragmatismo… C’s afronta un achique de espacios, que es también ideológico: no es lo mismo hacer oposición a Colau/Carmena que al tío carnal de Pontevedra.

Quizá sea al revés y a C’s le convenga entrar en el Gobierno. Imaginen al vicepresidente Rivera, impulsor y portavoz de un proyecto de modernización en marcha. Con influencia sobre el rumbo político del Gobierno y hasta el control de la televisión. No sé qué pasaría en la inevitable contienda por el liderazgo del centro-derecha. De momento, Rajoy no tiene relevo ni el PP el esbozo de un proyecto.

La coherencia reformista es un valor. Apunta Clegg: «Los partidos reformistas deberán aprovechar todas las oportunidades para compartir el poder. Si las dejaran pasar por miedo electoralista, defraudarán a la gente que aspiran a servir». Un partido reformista que declina la ocasión de reformar es un oxímoron inútil. El Parlamento no suplanta al Gobierno y 32 escaños no equivalen a cuatro ministerios. La defensa y regeneración de un sistema político depende, ante todo, del coraje ejecutivo. Y más en circunstancias extremas.

Burgemeester in oorlog. Alcalde en tiempos de guerra. Así describen los holandeses el dilema del líder político obligado a escoger entre la apacible irrelevancia y el poder con riesgos. Clegg escogió bien. Brexit, Rodea el Congreso, el lúgubre y anacrónico Rufián… La era de la sinrazón ha quedado solemnemente inaugurada. Muchos países acabarán recurriendo a la fórmula del Government of National Unity para combatir la política del odio y el rencor. Cuanto antes lo haga España, mejor. Necesitamos gobiernos dispuestos a defender la razón. Incluso a hacer de esa defensa una emoción. C’s en Cataluña, una vez consumada la doble rendición del PSC, al nacionalismo y a Podemos. Y una coalición del Partido Popular y Ciudadanos en España. Ahora imaginen que esas dos dichosas circunstancias coincidieran en el tiempo. La nueva España. La verdadera revolución.