JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 10/08/13
· Sin claridad política y con medios decrecientes, se entiende que la OTAN, el eje de la seguridad común, atraviesa un periodo poco brillante.
Vivimos días de alerta mundial ante la eventualidad de un ataque terrorista de Al-Qaida o sus grupos asociados. El enorme flujo de información que manejan los servicios de inteligencia –cuya magnitud ha desvelado el ‘caso Snowden’– ha permitido elaborar un análisis en el que la probabilidad de un atentado de serias proporciones ha sido estimada como muy alta. La alerta se produce cuando diversos hechos renuevan la preocupación por la amenaza yihadista y su diversificación organizativa, geográfica y táctica.
El reciente atentado de ‘lobos solitarios’ aprovechando la celebración de la maratón de Boston, la intervención militar francesa para evitar la caída de Malí en manos del yihadismo, el asesinato sistemático de cristianos en Nigeria, la actividad de grupos vinculados a Al-Qaida en Siria, la organización de un frente terrorista islámico en Túnez, se suman a Yemen, Somalia, Pakistán, Afganistán e Irak.
Muchos analistas dan por superado para Al-Qaida el impacto de la muerte de Bin Laden. Sin embargo, este éxito, real y simbólico, de la lucha contra el terrorismo yihadista y las acciones de los aviones no tripulados han sometido a un profundo desgaste al núcleo dirigente de Al-Qaida, asentado en la frontera afganopakistaní. Esta organización ha perdido peso en el conjunto del terrorismo islamista pero no su primacía ni su carácter referencial en la red de los buscadores del califato universal mediante el terror.
La alerta también viene a poner en evidencia un claro descenso en la percepción de la amenaza que se ha producido precisamente en las sociedades más directamente amenazadas. Será tal vez que la eficacia demostrada hasta ahora para evitar nuevos ataques terroristas en Europa y Estados Unidos, hasta el atentado de Boston, ha generado una sensación de seguridad que tiende a olvidar aquella reflexión esencial sobre el terrorismo: nosotros necesitamos tener éxito siempre, a ellos, a los terroristas, les basta con tener suerte una vez. Sin duda, la crisis económica impone preocupaciones más apremiantes frente a las cuales los riesgos del yihadismo no se ven como los más próximos. Pero nada de eso debería hacer olvidar que los objetivos estratégicos del yihadismo se mantienen y que continua la actividad terrorista, la planificación de atentados, la búsqueda de nuevos procedimientos que eludan el despliegue de seguridad en funcionamiento.
Guste o no, existe una guerra global contra el terrorismo aunque este sea el paradigma que estableció la Administración Bush y que, como se ha podido comprobar, Obama sólo ha repudiado de cara a la galería. ¿Qué es, si no, la intervención militar liderada por Francia en Malí? ¿Cómo se está combatiendo a Al-Qaida en Yemen? ¿Cómo se puede luchar contra los grupos terroristas que operan en el Sahel? ¿Los ‘drones’ que eliminan a dirigentes yihadistas en Waziristán, qué tienen de ‘civil’ en esta lucha?
La extensión geográfica del yihadismo y su transformación organizativa llevan a pensar en que la dimensión militar de esta lucha –todo lo asimétrica que se quiera pero también bélica– se va a hacer más intensa. Lo que no está claro es que Estados Unidos y Europa estén avanzando en su capacidad para responder a este desafío estratégico.
Por un lado, la política exterior de Estados Unidos está pasando del ‘liderar desde atrás’ que formuló Obama, a la acelerada pérdida de credibilidad y a un abierto retraimiento que deja peligrosos vacíos políticos que ninguna otra potencia puede ocupar. En las actuales circunstancias, la próxima retirada de Afganistán abre serios interrogantes que agravan la incertidumbre que extiende la envejecida ‘primavera árabe’. Se puede argumentar que Europa bastante tiene con intentar que la crisis termine algún día. En realidad, las principales potencias militares europeas, Gran Bretaña y Francia, han pasado por la actuación en Libia y la intervención en Malí para calibrar sus graves limitaciones operativas. Y si la política exterior de la Unión es la que protagoniza lady Ashton, los comentarios sobran.
Una política exterior tambaleante e indecisa en los dos lados del Atlántico y una crisis económica tan profunda se han reflejado en la sistemática disminución de los presupuestos de defensa. En el caso de España, estas reducciones han llegado a un umbral crítico para la operatividad de las Fuerzas Armadas y, en términos generales, el impacto negativo que han experimentado las capacidades militares de los países de la OTAN, empezando por Estados Unidos, es muy real. Se puede estar de acuerdo con el argumento de que políticamente era impensable dejar a salvo los presupuestos de defensa cuando se están imponiendo ajustes dolorosos al conjunto de la población. Pero también la política tendrá que resolver mediante las decisiones oportunas un descenso de presupuestos en defensa que no se puede sostener mucho tiempo salvo que se acepte contar con unas fuerzas armadas, de hecho, inoperantes.
Sin claridad política y con medios decrecientes, es fácil comprender que la OTAN, el eje de la seguridad común, atraviesa un periodo poco brillante. La reforma de la Alianza sigue esperándose en medio de una crisis de identidad visible que el fin de la misión en Afganistán hará más evidente. La adaptación de la OTAN a las nuevas amenazas de la seguridad no se ha producido en la medida necesaria. Dar por amortizada a la Alianza Atlántica sería un nuevo signo que los interesados en la desestabilización internacional interpretarían como debilidad. Esa debilidad que siempre es provocadora para quien está dispuesto ponerla a prueba.
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 10/08/13