ABC 06/05/14
FRANCISCO SEGRELLES, ABOGADO
· «El laborioso pueblo catalán es únicamente una parte del pueblo español, y la consulta sobre el derecho a decidir solo puede ser válida si la votamos todos los afectados»
POR primera vez, el día 25 de este mes, resultaría muy fácil averiguar qué leyes quieren tener los españoles y cuáles no. Podría opinar directamente cada uno de los ciudadanos, seleccionando la respuesta que prefiere entre las que propongan los partidos políticos a unas pocas cuestiones concretas e importantes, que afecten directamente a la vida cotidiana y sobre las que no haya sido posible el consenso. Las preguntas, se nos pueden hacer sin aumentar el gasto, porque cuesta pocos euros añadir una urna en cada mesa en las próximas elecciones al Parlamento europeo, a las que estamos convocados todos. En esa urna extra se podría depositar una papeleta de otro color, con las opciones preferidas, como en las elecciones al Senado.
El procedimiento, evidentemente, no es una novedad mundial, aunque sí que lo sería en nuestro país. Está experimentado con éxito en otras democracias modernas, como la de los Estados Unidos, con más tradición que la nuestra, y tiene las enormes ventajas de no añadir un gasto significativo, no excluir a nadie y ofrecer al Gobierno y a la oposición, como asesoramiento impagable, la única «encuesta» que existe fiable al cien por cien. Se acabarían muchas discusiones estériles y abundante demagogia, presumiendo de saber lo que quiere el pueblo. Es más, se podría conseguir algo tan útil y sorprendente como cambiar la política de un gobierno sin necesidad de cambiar el gobierno. Estaríamos mucho más cerca de alcanzar el ejercicio directo de la soberanía popular. Para dar una idea de hasta dónde se puede llegar por esta pragmática vía de gobierno recordemos que, en el estado de California, no hace mucho, se cambió de una posición a su contraria la legislación sobre el matrimonio entre homosexuales.
El resultado podría ser o no vinculante, previo pacto entre los partidos –que debería incluir la formulación de las preguntas– pero indudablemente daría al ejecutivo de turno, y a la oposición, una valiosísima información acerca de algunas cuestiones sensibles sobre las que es casi imposible alcanzar un mínimo acuerdo entre los dirigentes políticos, incluso del mismo partido. Son tres ocasiones cada cuatro años las que tenemos para poder posicionarse en los temas más vidriosos, sin que los gobiernos sufran el desgaste político que suele acompañar a tan difíciles e impopulares decisiones.
Todo demócrata admite la legitimidad de la representación del pueblo que ostentan los parlamentarios, pero cuidado, que no son el pueblo. Y no deberíamos llamarles representantes. Existe un cierto vicio en la aplicación de la palabra. Representar, en la acepción 6ª del diccionario de la RAE es «sustituir a uno o hacer sus veces, desempeñar su función…» con la férrea disciplina de voto existente, el parlamentario ¿hace nuestras veces o las de su jefe de filas? Sin embargo, cuando se pronuncian los ciudadanos, nada se puede objetar. En democracia, el pueblo nunca se equivoca (aunque elija un perjuicio para sí mismo) y siempre sus decisiones son inapelables. Por eso, a primera vista, puede parecer que tiene razón el presidente de la Generalitat catalana. En donde falla gravemente su argumentación es en que toma la parte por el todo, trayendo a la memoria los tiempos no tan lejanos de las «democracias» machistas, en las que no podían votar las mujeres, o los de la antigua «democracia» sudafricana, cuando los negros tenían que aceptar lo que votaban solo los blancos, grupo minoritario de la población. Los soberanistas pretenden que el resto de españoles, como antes las mujeres y personas de color, tengamos que someternos al resultado del voto de una minoría en España, la catalana. El laborioso pueblo catalán es únicamente una parte del pueblo español, y la consulta sobre el derecho a decidir solo puede ser válida si la votamos todos los afectados. El presidente Mas, conocedor de los límites de sus importantes poderes, buscaba en Madrid una «convalidación» de su plan. Pero, mientras Cataluña sea parte de España, ha de aceptar la Constitución y su tribunal garante, que por cierto recientemente le ha marcado el paso.
Por último, de la consulta no se ha ponderado suficientemente su peligro de explosión popular, sobre todo por tratarse de Cataluña, porque fue precisamente en Cataluña, un 14 de abril, donde, aprovechándose del río revuelto de otras elecciones, nadie evitó un golpe de estado revolucionario proclamando una República, eso sí para toda España. ¿Habrá pensado el muy honorable Artur Mas, de quien no se duda que es un demócrata, que si celebra su consulta grupos fanáticos del pueblo catalán se pueden lanzar a la calle, al estilo 14 de abril, gritando a favor de la independencia? No es propio de nuestros deseos de concordia recordar la dura frase de Azaña, pero la dijo. Aunque somos muchos los que preferimos el diálogo y el sentido común.