Antonio Rivera-EL CORREO
- La reelección de Macron da paso a la ‘tercera vuelta’, las legislativas en las que Mélenchon y Le Pen buscarán el voto de los perdedores de la globalización
La palabra más repetida tras la reelección de Macron ha sido «soulagement», alivio. Recuerda aquel chiste del tipo que cae de un rascacielos y que al pasar por el piso cuarenta responde a un conocido que le ve -«¿qué tal?»- con un «de momento, bien». La sociedad de los viejos valores de la modernidad progresista ha ganado a los puntos -diecisiete- un nuevo embate contra las fuerzas oscurantistas, pero ve cómo la ventaja se ha reducido a la mitad en un lustro. La pregunta es cuántos más resistirá la fortaleza de nuestro modelo sociopolítico: democracia, Estado social de Derecho, capitalismo embridado y soberanía no solo nacional, en una realidad donde esos factores están a la vez alterados por las nuevas reglas de juego y cuestionados por parte de la ciudadanía. El cuadro de participación y de apoyos al elegido y a la derrotada solo se parece al de la elección de 1969, cuando Pompidou hubo de sustituir a De Gaulle tras la profunda crisis de Mayo del 68. El cambio de ciclo parece evidente; el agotamiento del modelo no resiste más.
Hay razones francesas y razones mundiales, aunque unas y otras se entrecrucen. Hay una local en la que coinciden todos (y que, por eso, no se cambiará): el sistema electoral y de representación. El presidencialismo, por muy francés que sea, aparece como excesivo, casi monárquico. Se recortó de siete a cinco años el mandato, pero, con todo, la peor acusación contra Macron ha sido, precisamente, su cesarismo, su prepotencia de carácter, de posición y de oportunidad, su alejamiento del mundo de los mortales.
El sistema uninominal para elegir la Asamblea Nacional también es un problema; más en momentos de descomposición y recomposición del sistema de partidos. En la actual, Le Pen tiene siete diputados y Mélenchon, diecisiete. El sistema de partidos ha sufrido un revolcón en estos años, cierto, pero resulta increíble cómo se refleja en la actual Cámara. La no proporcionalidad se corrige con el balotaje (segunda vuelta), pero no en el nivel suficiente. La consecuencia es que la desafección ciudadana se incrementa, el Gobierno casi desaparece y solo existe el Rey de la República en diálogo directo con sus súbditos. El recurso a formas de protesta tradicional, como los ‘chalecos amarillos’, parece corresponderse con otro de representación un tanto premoderno.
Luego está lo de la ‘grandeur’ mal llevada, la perenne insatisfacción subjetiva del francés medio o el choque entre la clase política del centro del poder y los ciudadanos del ‘terroir’ (del territorio, o del terruño más inmediato). Son argumentos locales, pero que ya enganchan con los mundiales. Lo de Francia es un escenario ejemplar postglobalización (postmundialización, dirán ellos); la reacción de su política, de sus políticos y de sus ciudadanos, también. La globalización se está resolviendo con ganadores y perdedores. La mentalidad conservadora acogió a quienes veían su poder amenazado y pretendían recuperarlo de nuevo. Pero, esa sensación no era solo la de quienes ejercían todo el poder, sino también la de los que se sentían cómodos en un mundo desigual y jerárquico, pero comprensible y seguro. En las luchas decimonónicas contra el liberalismo hubo mucho popular (nuestros carlistas o los vendeanos y chuanes franceses) luchando con la reacción al ver alterado su mundo y sentir que los liberales no le venían con otro mejor. En las reacciones contra la globalización actual hay mucho popular que no tiene por qué estar en la ruina, pero sí con la sensación de que le han birlado sus seguridades anteriores: la económica, la laboral, la de ciertas convicciones (adecuadas o no), la de una conciencia histórica (eso que dicen ahora memoria), la de un reparto de papeles entre personas de diferentes sexos, razas, procedencias…
Es claro que la reacción, la histórica o la presente, es rechazable, que sus miradas, recelos, culpables y soluciones resultan en general deleznables. Pero no dejan de ser reales sus percepciones: esta nueva globalización tiene perdedores, y la mayoría se siente entre ellos cuando se expresa. Luego, hay quienes acuden al catón clásico de la izquierda (Mélenchon) o quienes se olvidan de él y cambian de bando (Le Pen), pero los dos coinciden, no sospechosamente, sino inevitablemente, en demasiadas oposiciones: contra la pérdida de soberanía nacional, contra la patria difuminada, contra las élites incontrolables, contra los que nos han robado el mundo anterior, el reconocible.
Después de la crisis de 2008, el presidente Sarkozy prometió una reforma del capitalismo desencadenado que no tuvo lugar. Estos son sus lodos. Macron volvió a hacer promesas el domingo bajo la torre Eiffel. Si no se aplica a ello, el hombre del rascacielos tomará tierra de manera abrupta. Pero antes se verán todos en las legislativas del 12 de junio, en la tercera vuelta de esta elección.