- Somos súbditos, cuyas mentes son reseteadas cada vez que el que manda lo juzga necesario. Sin ni siquiera violencia
En exergo a su Réquiem de 1935, Anna Ajmátova evocaba la última libertad de aquellos a quienes se ha privado de todo derecho. Su primer marido había sido fusilado catorce años antes. Su segundo marido, al que hace cola para visitar en la cárcel, será deportado al Gulag siberiano. Y en uno de sus campos de trabajo morirá en 1953. Su hijo sobrevivirá a cinco años de trabajos forzados en la exterminadora construcción del canal del Mar Blanco.
Pero, en 1935, Ajmátova, la más grande poeta rusa de su generación, hace cola ante la cárcel de Leningrado. Ha quemado todos sus poemas, para evitar que puedan trocarse en una «prueba de cargo» más contra ella y su familia. Y aguarda, entre otras tantas mujeres desesperadas, que el portón se abra para atisbar, al menos, a los amados, a los perdidos para siempre. Releo ese exergo, que anuncia la angustia del largo poema que sigue:
“Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
–¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
–Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro”.
El milagro del poeta es poner, en mínimas palabras imprescindibles, una realidad que escapa a ser dicha en la común lengua; que escapa a ser siquiera vista, porque la común lengua es el filtro a través del cual lo vemos todo. Es decir: no vemos nada. Ajmátova veía lo que a nadie permitía ver, en 1935, la lengua staliniana.
El totalitarismo fue –en el primer tercio del siglo XX– exactamente eso: la potestad de imponer, a través de las palabras, un visión de lo real incuestionable. Hacer que «a medianoche viéramos el mediodía», por recurrir al tópico de Arthur Koestler. Y claro que, en ese primer tercio de siglo, no existía más modo de conseguir eso que mediante el pánico que engendraba la violencia extrema de quienes ejercían su brutalidad sin límite sobre almas y cuerpos. El terror a los campos nazis y el terror a los campos estalinianos jugaban con una misma lógica: la certeza de que toda resistencia era, no sólo imposible, sino incluso monstruosa. Y esa certeza se materializaba en los peculiares giros de la lengua que analizó con tanta lucidez Victor Klemperer en el habla alemana de los años treinta.
Es ya historia. Pasada. A un siglo de distancia, que nos parece un milenio, la crueldad de los verdugos de Hitler y Stalin se nos hace inimaginable. Pero dejemos esa crueldad entre paréntesis: era instrumental sólo. Lo esencial, el objetivo sin el cual ninguno de ambos hubiera logrado triunfar y pervivir, no era el dolor causado, ni siquiera la muerte. Lo esencial era el artesanado de las conciencias de los millones de siervos que asistían a aquella atrocidad sin ni siquiera percibirla. Que veían aquella atrocidad como normal. Que la olvidaban, por tanto, inmediatamente. En el primer tercio del siglo XX, eso exigía esfuerzos de violencia y crueldad sobrehumanos. Que, al fin, podían llegar un día a hacerse insoportables. Aunque ese día fuera medio siglo más tarde.
La normalización de lo monstruoso sale gratis –o casi– en nuestros días. No hace falta ya torturar. Basta con entretener. Las conciencias no las forja el látigo ni las cámaras de gas. Todo es dulce en el modo a través del cual las universales pantallas imponen irrevocablemente al casi cien por cien de los ciudadanos, cuál es la realidad –que jamás puede uno acertar a ver en torno a sí mismo–, y cuáles de sus determinaciones deben ser inmediatamente olvidadas. O vueltas del revés. Una variedad, sí, muy dulce, muy benévola del ideal totalitario.
En 2018, llegó al poder en España un sujeto que había plagiado su tesis doctoral. No pasó nada. ¿Quién recuerda eso en 2024? Y, sin embargo, eso lo hubiera descalificado para cualquier cargo público en cualquier lugar de Europa. En 2017, ese mismo proclamó: «nunca pactaré con Bildu». ¿Quién recuerda eso en 2024? En 2018 marcó un frontera definitiva: «Nunca reconoceré la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental». ¿Hay alguien que, de verdad lo recuerde en 2024? En 2019, formuló un principio moral inquebrantable: «no indultaré a los presos del procés». ¿Quién, en 2024, se acuerda ya de eso…? Y ¿quién recordará, dentro de unos pocos meses de machacamiento televisivo, que la mano derecha de la mano derecha de Sánchez se enriqueció masivamente a costa de gentes en grave y masivo riesgo de muerte; que la esposa del presidente se reunió, sin explicación alguna, con quienes se embolsaban ese dinero, que la hoy presidente de parlamento aceptaba entonces sus leoninas condiciones de beneficio, y que todo apunta, no sólo a un enriquecimiento personal, sino, ante todo, a una financiación completa de partido?
Catalogar todo lo que fue, lo que es –y seguirá siendo en las hemerotecas–, será tarea estéril de los curiosos historiadores de tiempos muy futuros. Pero en nuestras memorias quedará sólo una página en blanco sobre la cual un poder hermético se inventa narrativamente el mundo, su mundo. No, no somos ciudadanos. Somos súbditos, cuyas mentes son reseteadas cada vez que el que manda lo juzga necesario. Sin ni siquiera violencia explícita para imponérnoslo. Somos las almas de corcho que condensan lo desesperante en el poema de Ajmátova. Y, antes de sollozar, ya habremos olvidado.