JON JUARISTI-ABC
- El número mundial de suicidios de calvos va en aumento mientras el PSOE pacta con Puigdemont y la vicepresidenta trivializa el problema
Me encantaría conocer a las coleguillas gafosas de la ministra de Hacienda desde preescolar en adelante. Seguro que tendrán anécdotas muy sabrosas que contar de la susodicha. También los coleguis, por supuesto, pero creo que ellas largarían más. Una señora que, en la cincuentena avanzada, aún considera motivo de pitorreo el que alguien lleve gafas, es que se lo tuvo que pasar cañón desde el parvulario a costa de los discapacitados (en realidad, disminuidos o aumentados) visuales que se cruzaron en su camino. Suerte para ella que ninguno fuera Harry Potter y no tener, por tanto, que ganarse hoy la vida vendiendo el cupón. Ahora bien, que le parezca, a su edad, que el hecho de no tener que ponérselas a todas horas le otorga algún tipo de superioridad estética o moral para dedicarse al bullying adulto contra Feijóo o Tellado, por ejemplo, es para hacérselo mirar.
Quizá peque de injusto. Quizá sea el suyo un síndrome de niña pobre y necesitada de lentes graduadas que desarrolló un implacable resentimiento contra las niñas miopes millonarias que podían permitírselas, incluso progresivas, porque eran hijas de latifundistas andaluces. Eso explicaría muchas cosas, aunque sea una típica explicación marxista. Explicaría también el hecho de que sea ministra de lo que es sin tener mucha idea de en qué consiste, pero tampoco el Che sabía resolver ecuaciones de segundo grado y Castro lo hizo ministro de Economía (luego tuvo que mandarlo a Bolivia para que no le hundiera más zafras, pero eso es otra historia).
En el caso de la ministra, le basta con aplicar un principio básico: «Frente a gafas progresivas, fiscalidad más progresiva».
Planteada la cuestión en esos términos, podemos entender lo de las gafas. Lo de la calvofobia ministerial tiene más misterio, porque la calvicie anda mucho más repartida entre todas las clases sociales. Lenin, por ejemplo, era calvo. Y Prieto. Y Largo Caballero. Y Almunia y Rubalcaba. Y Carmen Calvo (no, realmente, esa no, ni Nadia Calviño). Ya Huarte de San Juan, en el siglo XVI, escribía de los españoles de entonces que «los más los vemos calvos» y atribuía la alopecia al «grande entendimiento» de sus paisanos. En fin, menos mal que Tellado no es el profeta Eliseo y que se lo ha tomado un poco a chufla. Ni siquiera ha aludido, con retranca, a eso que se oía todas horas en el Obradoiro antes del pasado 23 de junio. Pregunta: «¿Sabes qué ha dicho la ministra Montero?». Respuesta (a la gallega): «¿Cuál de las dos, la guapa o la otra?».
Yo nunca lo planteé asi. Llamaba Montero a la de Podemos, y a la del PSOE, para distinguirla de la otra del área económica, Calviña: Calviño y Calviña, como Hernández y Fernández. Era una medida provisional, ya innecesaria, pero a lo mejor la recupero: «¡Escucha, Calviña, me gusta la piña!».