GABRIEL ALBIAC-ABC

Marx dejaba de ser –a partir de Althusser– un objeto de culto. Para ser un texto

DE pronto, te das cuenta de que la vida ha pasado. No te importa. Esa certeza sacude siempre a un hombre cuando menos la espera. Y nadie puede convocar a voluntad la hora de hacer ese balance. Llega. De pronto. Yo topé ayer con ella en Normandía, mientras andaba evocando endecasílabos de Quevedo: «Ayer se fue, mañana no ha llegado,/ hoy se está yendo sin parar un punto./ Soy un fue y un será y un es cansado». ¿Qué me ha llevado a musitar aquí, en un idílico château del siglo XVII, esos versos que no estaban previstos en mi conferencia sobre quien fue nuestro maestro hace medio siglo? La súbita percepción, sin duda, de que sólo del tiempo en fuga estamos verdaderamente hablando cuando evocamos el nombre de alguien cuya enseñanza esbozó, hace ya tanto, el laberinto de nuestras propias vidas.

El Centro Cultural Internacional de Cerisy ha convocado a quienes fueron –fuimos– los discípulos de Louis Althusser en los años sesenta y los setenta. ¿La coartada? Va a hacer un siglo del nacimiento de aquel mentor de una generación, la del 68, que iba a ver trocarse en cenizas las ensoñaciones sobre las cuales se alzó el último monumento épico del siglo XX. Pero, más allá de la solemne convención de los aniversarios, el coloquio de Cerisy da cuenta del salir de escena de esa generación. Nacida entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de los cincuenta. Al final del camino ahora. ¿Qué fue aquello tan importante que aprendió de su maestro en los sesenta? Que el «sentido de la historia» es una mala suplencia de las prédicas religiosas; que los jardines de Edén, en este mundo, cuelgan sobre el genocidio. Algo hoy cristalinamente sencillo. Algo que no era fácil formular entonces.

El tiempo se confabula siempre contra los hombres. Es un jugador burlón, el tiempo. Hace poco más de un mes, en la Universidad de Nottingham, hacíamos balance de aquella maravillosa caída en el vacío que fue el 68: una derrota que nos salvó de la helada vecindad con el crimen que acosó a nuestros mayores en las mitologías revolucionarias. En Cerisy, ahora, releemos la obra de quien nos dotó de instrumentos conceptuales para no repetir su historia. Si Marx ha dejado de ser un sucedáneo religioso en el cual creer, para trocarse en el clásico cuyos textos hay que hacer el esfuerzo de leer, a Althusser lo debemos. Leer –Platón nos enseñó también eso, como casi todo– es interrogar. No hay enemigo mayor de la creencia. Ni de ese culto de la desdicha que la creencia trae consigo. Marx dejaba de ser –a partir de Althusser– un objeto de culto. Para ser un texto. Que sólo a la inteligencia revela sus complejidades. Nunca a la fe. Así debe suceder con toda obra que valga la pena.

Medio siglo ha pasado desde aquel hallazgo. Y uno se dice a sí mismo –nos decimos– que cargar con ese peso de la vida adulta a cuestas es algo que sucede a los otros. Que no puede ser que esto nos pase ahora a nosotros: a aquellos que escuchaban a los Stones mediados los sesenta. «¿Presentes sucesiones de difunto?», dice Quevedo. Mas, como a los vampiros, no nos está permitido tampoco a los humanos ver de verdad nuestro rostro en el espejo. Es una piadosa treta del destino. La agradezco. Pero estos días, cristalizada en la luz ámbar del frío sol de Normandía, una generación se dice adiós a sí misma al evocar a su maestro, que cumpliría cien años en octubre. Recuerda lo aprendido y no renuncia a nada de lo hecho. No es un modo inelegante de salir de escena. Cuando la vida ha pasado.