EL CORREO 29/07/13
MANUEL J. TELLO, CATEDRÁTICO DE LA UPV/EHU. PROFESOR DE INNOVACIÓN
Son las ocho de la mañana. Como todos los días hacen muchos padres que con distintas profesiones salen de casa para ir a su trabajo, uno se despide de forma especial de sus hijos, que se están preparando para ir a clase. Los mayores le dan un beso con ternura. No saben si ese día un ser humano que ha perdido sus referencias le disparará un tiro en la nuca o le pondrá una bomba en el coche. Más dramática es la despedida de su mujer. «¡Te necesitamos! ¡Cuídate mucho!» De vez en cuando una lágrima le resbala por la mejilla. «¡No puedo evitarlo! ¿No sería mejor marchar?» Jornada larga, larguísima, de tensión y espera.
No es una película. No es algo que ocurrió en la Alemania nazi, en la Argentina de la dictadura militar o en la dictadura de la Unión Soviética. Lugares sin libertad en los que se mataba a los que pensaban de otra forma. Esto ocurrió también en el País Vasco hasta hace dos años. Durante toda la democracia. Incluso ahora, aún hay ciudadanos que piensan que la etapa negra de Alemania, Argentina o Rusia se debe condenar porque los que la provocaron eran dictadores y fascistas. Sin embargo, lo de aquí tiene una justificación. Para algunos, ‘política’. Hace unos días un dirigente de un partido hablaba de presos políticos y personas que no hace mucho tiempo decían lo mismo se sientan en la mesa para la convivencia. Qué forma de cargarse la política, una digna profesión ya muy castigada por la corrupción. ¿Qué pasa en el País Vasco?
Que se ha vivido durante demasiado tiempo bajo una terrible brutalidad, justificada por una falsa verdad, capaz de vestir al amor de odio y, así, llegar al crimen en aras de una salvación que llega a confundirse con la muerte.
Que a lo largo de estos años muchos políticos llamados democráticos excluyeron a una parte de la sociedad con declaraciones confusas y muy medidas. Por citar un ejemplo ilustrativo, recordemos las justificaciones públicas para no asistir a los funerales.
Que además de los extremistas, una parte de la clase política llamada moderada ha colaborado, por acción u omisión, al mantenimiento de una sociedad enferma. Basta con recordar aquella terrible frase: «Algo habrá hecho».
Como remate están algunos escritos oficiales de la Iglesia que, debido a su cuidadosísima redacción, daban lugar a múltiples interpretaciones. Un grave error, si tenemos en cuenta que Jesús habló con claridad. Afirmó «no matarás» y, como decía San Agustín, «la verdad habita en lo más íntimo del hombre».
Hoy sufrimos las consecuencias de la brutalidad de estos años que dieron lugar a mil muertos y miles de amenazados, insultados, excluidos y expulsados del país. Sin embargo, las dificultades para la recuperación ética y moral de esta sociedad enferma no están ni en las amenazas ni en las muertes, a pesar de su crueldad, ni en los terroristas que están en las cárceles. Viene a mi recuerdo la angustia de un joven que, después de cumplir su condena, quiso seguir su carrera universitaria y nos decía: «Cada vez que apretábamos el gatillo éramos nosotros los que salíamos perdiendo». El problema está en los políticos a los que no les preocupa curar la angustia de esos jóvenes. Los usan ahora, como los usaron en el pasado, para, entre otras cosas, mantener sus puestos de trabajo. Por eso siguen queriendo imponer su salvación nacional sin importarles el hecho de que la sangre derramada, además de llevar asociada la muerte, ahogó simultáneamente la libertad y la verdad. Así, crean comisiones para la galería que realmente no buscan la recuperación de los valores, debido a que el punto de partida es el temor a la verdad. Actitud que, parafraseando a Ausonio, solo permite avanzar a golpes de odio, es decir, no avanzar.
Señores políticos: si realmente quieren ser señores, apuesten de verdad por la recuperación de la convivencia. El tiempo ha demostrado que el dolor y el sufrimiento no sirvieron para nada. El resultado final es así de penoso. No olviden que los que en el pasado defendieron esta sinrazón, los que sin defenderla abiertamente se han aprovechado de ella y los ambiguos, han sido también culpables. Además, han sido estímulo y/o justificación para que muchos jóvenes se embarcaran en un camino sin retorno. El éxito llegará si el artículo que escribió Albert Einstein en la revista ‘Times’ en 1946 deja de ser aplicable a los políticos que ahora deciden. Entre otras cosas decía: «Cuando todo esto ocurría miré a mis colegas, siempre críticos y anhelantes de la libertad, pero no los escuché. Intenté escuchar a los periodistas, que se autonombran como aquellos que denuncian todo lo que no es soportable, pero no escuché nada. Solo la Iglesia de Roma alzó su voz en aquel infierno de dolor y sufrimiento. Desde hoy, aunque no soy creyente, le tengo un gran respeto».
El cristianismo dejó, entre otras cosas, una herencia por la cual los valores éticos y morales regulan la convivencia humana, y dentro de esta convivencia no hay nada por lo que merezca la pena matar a un hombre. La mayor parte de los asesinados lo fueron por defender la libertad. De nuevo se ha demostrado que la libertad tiene un contrario, la muerte, y los muertos amaban la vida. Esta es la razón por la que no se puede exigir que se olviden las leyes. Es una obligación ética y moral aplicarlas. Pero todos sabemos que, probablemente por la herencia cristiana, la benevolencia subyace en esas leyes y también en la mentalidad de los ciudadanos. Por esta razón existe ahora una buena oportunidad de que todo el ámbito que produjo tanto dolor abandone todas las ambigüedades y justificaciones, y asuma su responsabilidad histórica. Tengan en cuenta que, con el paso del tiempo, no hay delitos que sobrepasen el perdón. Otras consecuencias de esta barbarie requieren un tratamiento diferenciado.