El tiempo ha revelado que el constitucionalismo tenía dos puntos muy débiles: un antinacionalismo de circunstancias, forzado por el pacto de Lizarra, y un cemento de unión de altura moral pero escaso poder de presión práctica: los movimientos cívicos nacidos de Ermua. En todo caso, renegar de la movilización de Ermua no ha traído la famosa paz: la ha alejado.
Hace diez años el pueblo de Ermua, liderado por un alcalde desconocido, el socialista Carlos Torotika, protagonizó una movilización cívica sin precedentes contra el secuestro del joven concejal de la oposición Miguel Ángel Blanco. Ermua demostró entonces que todos los demócratas, con independencia de su partido, están unidos por una red de obligaciones y derechos básicos, como la solidaridad con los privados de libertad por criminales, cuya puesta en práctica nos transforma en ciudadanos. Aquellos días angustiosos nos movilizamos no sólo por razones humanitarias y morales, sino para defender el sistema político de libertades y el Estado de derecho chantajeado por el terrorismo nacionalista.
Por esa razón apenas tuvieron eco los llamamientos para que el Gobierno cediera y salvara al joven secuestrado con la excusa de que la vida está por encima de cualquier otro valor. No era ni es cierto: Ermua puso de relieve que la vida libre y digna es un valor superior a la vida sometida al terror.
La marea contra ETA fue tan fuerte que hasta los nacionalistas fingieron ponerse al frente del rechazo total del terrorismo. Nunca volverían a hablar con HB, dijeron solemnemente. Y mintieron a conciencia. No sólo ellos. Al poco tiempo, no sólo los nacionalistas volvían a negociar con la banda -y eran nuestras vidas, no las suyas, la materia de transacción-, sino que pronto les emularon algunos socialistas apuntados a la letanía de traer la paz a cualquier precio. Por eso resultó que Ermua, que durante un tiempo pareció señalar el último viaje del terrorismo nacionalista, quedó en otra estación de paso. Lo confirmó hace bien poco el hecho de que el Ayuntamiento, con Totorika al frente, aprobara la vergonzosa petición de que el Foro Ermua dejara de «usurpar» el nombre del pueblo… por oponerse al «diálogo» con los asesinos de Miguel Ángel Blanco. ¿Está Ermua por la negociación con ETA? ¿Qué ha pasado para que, precisamente allí, se haya desvanecido aquel movimiento cívico de resistencia y ofensiva democrática encaminado a la victoria?
Nacionalistas soliviantados
Aquello asustó tanto al nacionalismo que el PNV celebró en Artea una asamblea secreta de urgencia para debatir cómo reaccionar. No era un temor gratuito. Ermua no sólo atacó al terrorismo sino al nacionalismo en su conjunto, en tanto que cómplice moral y beneficiario político del acoso mortífero al constitucionalismo. El PNV estaba dispuesto, como ahora, a pedir la paz a ETA, pero se negaba -como ahora- a romper con todo lo que ésta representaba. Y mientras Ardanza entretenía a la opinión pública con diversas imposturas, los emisarios del partido -entre ellos, Josu Jon Imaz- corrieron a ofrecer a ETA un acuerdo de colaboración: el Pacto de Lizarra. Consistía en expulsar al constitucionalismo de las instituciones vascas, y en imponer la independencia por la vía de los hechos consumados. Si aquello fracasó fue por la misma razón que ha frustrado el «proceso» de Zapatero: ETA exigió el cumplimiento literal e inmediato de los vagos compromisos con la autodeterminación y territorialidad, que sus interlocutores no podían cumplir sin provocar una reacción fulminante del Estado.
El nacionalismo institucional cosechó dos fracasos sucesivos en Ermua y Lizarra. El PNV quedó dividido en dos por la cuestión «soberanista», esto es, en si le conviene o no pactar un frente nacional con ETA. El sector abertzale que ha imitado a Lázaro saliendo del sepulcro es precisamente la banda terrorista y sus brazos políticos y sindicales. Pero esta victoria relativa ha sido un regalo de la defección socialista.
El apoyo socialista a la teoría de la doble negociación política y «militar» con ETA fue una consecuencia del relativo fracaso de la alianza constitucionalista con el PP, surgida en Ermua y forzada por Lizarra. La creación del primer gobierno vasco sin nacionalistas resultó frustrada por poco menos de 20.000 votos. Suficientes sin embargo para que los enemigos domésticos iniciaran el acoso y defenestración de Nicolás Redondo para impedir la repetición de la alianza. La socialista siempre fue la pata más débil del acosado bípedo constitucionalista. El PSE siempre ha padecido una poderosa tendencia partidaria de asumir un papel subsidiario respecto al nacionalismo. Eguiguren y Odón Elorza, apoyados por sindicalistas que conciben el pacto con el PNV como un buen convenio colectivo en una empresa donde los nacionalistas son el consejo de administración, siempre han creído que, para ganar algo de vez en cuando, el PSE debía jugar en el terreno nacionalista, abandonando toda veleidad de resistencia y alternativa ideológica. El zapaterismo emergente bendecía ese arreglo a escala nacional, ingrediente principal del «proceso de paz». A la base militante se le dijo que la operación con el PP era antinatural y estaba condenada al fracaso, y que era indispensable emprender el camino del diálogo con ETA. Fue un éxito: personajes como Gemma Zabaleta, una de las oradoras antinacionalistas más incendiarias del año 2001, corrieron a dialogar sin la menor explicación.
La paz se aleja
El tiempo ha revelado cruelmente que el constitucionalismo tenía dos puntos muy débiles: un antinacionalismo de circunstancias, forzado por el pacto de Lizarra, y un cemento de unión de altura moral pero escaso poder de presión práctica: los movimientos cívicos nacidos de Ermua. Fue Fernando Savater quien consiguió unir las manos de Jaime Mayor y Nicolás Redondo en el acto de Basta Ya del Kursaal, pero fue el PNV quien lo hizo inevitable. Así que la decepción de 2001 permitió a las fuerzas centrífugas imponerse con facilidad.
A pesar del éxito espectacular del Pacto Antiterrorista y de la Ley de Partidos, el PSOE convenció a sus afiliados y a muchos votantes de que la paz definitiva pendía del entendimiento con el nacionalismo y del diálogo final con ETA. El PP, en cambio, era prescindible; más aun, era la derecha extrema, belicista y feroz enemiga de la paz. Una teoría descerebrada, expandida con grandes dosis de propaganda de choque y sectarismo ramplón, eficazmente auxiliado por el simétrico de ciertos círculos cercanos al PP.
El caso es que renegar de la movilización de Ermua no ha traído la famosa paz: la ha alejado. El PSE ha obtenido buenos resultados en las elecciones locales, mejores que el PNV, pero -una victoria pírrica- el proceso con ETA ha fracasado. Y no podía ser de otra manera, hecho como está de mentiras, oportunismo y alucinaciones. Lo único que han conseguido es reabrir las heridas de diez años atrás. Queda por ver cómo justificarán los culpables del desaguisado las consecuencias de sus actos.
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 9/7/2007