‘Amor fati’

LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 14/06/14

Luis Haranburu Altuna
Luis Haranburu Altuna

· Considerar agotada una Constitución por estar próxima a cumplir la cuarentena es una estupidez.

El padre de todos los postmodernos y campeón de la subjetividad, tenía en el amor a la facticidad de la historia su contrapunto. La voluntad de poder de Nietzche se plegaba al destino y lo inexorable de lo acontecido, cuando afirmaba que «quiero aprender cada vez mejor a ver lo necesario de las cosas como bello, así seré de los que vuelven bellas las cosas. ¡‘Amor fati’: que ese sea en adelante mi amor!» Y es que el principio de realidad es el que debe acotar al principio de la voluntad y el placer. La realidad nos impone su veredicto frente a la infantil querencia de lo placentero. Todos deseamos el placer de lo nuevo, pero la realidad nos impone sus límites. La política es el aprendizaje del predominio del principio de la realidad sobre el principio del placer.

Las pasadas elecciones europeas, sin embargo, parecen desmentir esta dimensión fundamental de lo político. Han emergido con fuerza las demandas dictadas por el principio de la voluntad y el placer. Podemos, Gure esku dago o las ensoñaciones separatistas de escoceses, catalanes y vascos son otras tantas expresiones de la ensoñación voluntarista que quiere ya, y de forma radical, la realización de sus apetencias. Ante las viejas pragmáticas de la Europa que se construye de manera lenta y, a veces, exasperante, se alzan las quimeras de quienes llevan por enseña el derecho a decidir según sus apetencias o sentimientos.

En el caso de la abdicación del rey de España ha irrumpido de modo súbito y creciente la demanda de quienes desean cambiar la Constitución y decidir por votación popular la forma de gobierno de España. República o Monarquía serían, al parecer, regímenes intercambiables al albur de los sentimientos dominantes. Luego están quienes invocando la edad provecta de la Constitución española de 1978, demandan su revisión y cambio, pues consideran que las nuevas generaciones no tuvieron opción de votarla. Al parecer las constituciones y las legislaciones tan solo obligarían a quienes las votaron y su acatamiento depende de la personal aquiescencia de cada cual. Esta adolescente manera de considerar las cosas de la política tiene, a mi modo de ver, más de inmadurez que de idealismo. Considerar agotada una Constitución por el mero de hecho de estar próxima a cumplir la cuarentena no deja de ser una estupidez dolosa.

La vigente Constitución de los Estados Unidos de América se proclamó en el año 1787 en la Convención Constitucional de Filadelfia, tiene por lo tanto la respetable edad de 227 años y nadie en su sano juicio lo da por periclitada. Goza de excelente salud y sigue siendo modelo de constituciones. Generación tras generación es objeto de reformas y enmiendas que la perfeccionan, pero todos los estadounidenses se remiten a ella como fuente de legitimidad y jurisdicción. En España, sin embargo, algunos pretenden votar le legitimidad de la sucesión en el trono de Felipe VI arguyendo que ellos no votaron la Constitución de 1978. Se pretende, de este modo, disputar la oportunidad de la sucesión en el trono y poner en entredicho la legitimidad de nuestras instituciones.

Si discutible es la legitimidad de origen del rey Juan Carlos, dada la designación por parte del régimen de Franco, Don Juan Carlos ha obtenido una legitimidad sobrevenida en virtud de la Constitución de 1978 y, sobre todo, en virtud de las históricas tareas realizadas en la institución de la democracia española. Si en el origen hubo algún vicio, este se ha visto compensado por la ejecutoria democrática y constitucional de su mandato. En el caso de Felipe VI su indiscutible legitimidad se fundamenta en la constitución que regula la democracia española.

La imperfecta, como todas, democracia española, tiene en el Rey el símbolo de su unidad. Una unidad puesta en entredicho por quienes, guiados por el principio soberano de sus placenteras apetencias, tratan de ignorar el principio de realidad que constituye el magnífico lapso democrático del que los españoles hemos gozado. Jamás en nuestra historia habíamos disfrutado de un tiempo tan dilatado de paz, bienestar y libertad como el que hemos conocido durante el reinado de Juan Carlos I. El mérito, sin duda, es de todos los españoles, pero al Rey le cupo la tarea de amansar a un ejército levantisco y moderar las ensoñaciones de unos y otros. Tal vez, ocupado por otras urgencias de carácter contingente, Juan Carlos I no ejerció las tareas de arbitraje institucional, ni moderó nuestra corrupta partidocracia, pero es precisamente esa tarea que al nuevo Rey corresponde desempeñar con eficacia. España necesita de una regeneración institucional, a la que el joven rey puede contribuir de forma decisiva. Ese es su mandato constitucional y en su desempeño puede atesorar la legitimidad moral que algunos se obstinan en cuestionar.

Los vascos, por nuestra parte, tenemos mucho de qué congraciarnos al haber podido obtener y disfrutar de nuestra autonomía política durante el reinado de Juan Carlos I. Sería una necedad el que obnubilados por los cantos de sirena de los nuevos conversos a la democracia, que predican el derecho adolescente a decidir, despreciáramos lo mucho y bueno que la Constitución de 1978 nos ha deparado. Nietzche identificaba la grandeza del ser humano con el ‘amor fati’ que consiste en acatar el principio de realidad frente al principio del placer. El fue quien dejó escrito que todo idealismo puede ser mendacidad frente a lo que es necesario y real.

Ya en su despedida y muy poco antes de morir, Tony Judt, que observaba que algo iba mal en esta sociedad de comienzos de siglo, aconsejaba la conservación del caudal obtenido por la sociedad democrática europea, frente a la inanidad del voluntarismo huero. Y es que, a veces, toca ser conservador cuando lo mejor está amenazado de derribo.

LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 14/06/14