José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Erigir la verdad a objeto de debate político equivale a desencadenar una interminable trifulca de acusaciones recíprocas que acaban neutralizándose

No se sorprenda el lector por la cita con que he decidido abrir este artículo. Decía san Juan de la Cruz -en una bella frase que, además de resumir el núcleo del mensaje evangélico, vale tanto para creyentes como incrédulos- que, «al atardecer de la vida, nos examinarán del amor». Y no se sorprenda, digo, porque la actual política española, que es de lo que este artículo se ocupa, ha entrado en una deriva que se mueve de la mística de Juan de la Cruz a la metafísica de Aristóteles. Ha instituido, en efecto, «la verdad», sustituto ocasional del amor, en la materia de la que, al caer la tarde de cada legislatura, los candidatos habrán de examinarse, prescindiendo de aquellas otras que, como la economía, el justo reparto de la riqueza, la sanidad o la educación, habían sido hasta ahora las merecedoras de evaluación.

Hemos visto así a la aspirante a candidata a la presidencia del Gobierno de Extremadura por el PP, María Guardiola, debatirse a la desesperada entre la verdad de su compromiso de no admitir a Vox en su Ejecutivo, de un lado, y la sumisión a las exigencias de lo que ha venido en llamarse la realidad, de otro. Al final, ha sucumbido y de haber rozado la gloria con la punta de los dedos ha pasado a cargar con un denigrante baldón por el resto de su vida. Imprudente o mendaz en la promesa y desleal, en cualquier caso, por incumplirla. Y es que, más allá del mérito o demérito en la gestión, ella misma había erigido la verdad, así como la relación de lealtad o deslealtad con ella, en la materia de la que su política habría de examinarse.

Más cruda es aún, si cabe, la batalla que, a similar respecto, libra el actual presidente del Gobierno y candidato a repetir por el PSOE. En un tenaz esfuerzo por pinchar la «burbuja del sanchismo» que, mezclando «mentiras, maldades y manipulaciones», han inflado, según él, «ocultos poderes políticos, económicos y mediáticos», el candidato se ha lanzado a una osada estrategia de autodefensa, consistente en restaurar la verdad dañada mediante la reiteración de un relato alternativo que considera más acorde con la desnuda verdad de los hechos. A tal fin, ha emprendido una frenética travesía por redacciones y platós que nunca antes había visitado en su mandato. La verdad vuelve, pues, a verse situada en el centro de la escena, aun a riesgo de que su prestigio se ponga, una vez más, en almoneda.

La verdad, en efecto, nos resulta esquiva, escurridiza y poliédrica, y está expuesta a múltiples perspectivas que ofrecen de ella aspectos cambiantes. Es, además, plástica y susceptible de moldeos y manipulaciones. Lo expresó muy bien Machado: «¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela». Dependiente, pues, de la subjetividad de quien a ella apela, no deja nunca la verdad de ser controvertida. Y, cuando de política se trata, el debate sobre ella deriva con frecuencia hacia otro más pedestre sobre la relación que con ella guarda quien dice poseerla, es decir, sobre el carácter veraz o mendaz que éste tiene acreditado, sobre las sinceras o impostadas explicaciones que de sus rectificaciones o cambios de opinión ofrece o, en fin, sobre su cumplimiento o incumplimiento de la palabra dada. Es a través de estas mediaciones prácticas como la pura verdad baja al lodazal del debate político y éste se convierte en trifulca sectaria e interesada.

No entraré aquí, por tanto, en si dice la verdad quien define como cambio de opinión lo que el otro califica de mentira o viceversa. Sólo enunciaré un par de observaciones de carácter procedimental. La primera es que, como apuntó el expresidente Felipe González, «si rectificar es de sabios, hacerlo de manera reiterada es, más bien, de necios». Y la segunda, que los cambios de opinión o las rectificaciones tienden a convertirse en mentiras o incumplimientos, no por «maldad, mendacidad o manipulación» ajena, sino por lo sospechosa que resulta su defensa cuando, al dar cuenta de ellos, se recurre a explicaciones que, por su incoherencia, se reducen a interesados alegatos ‘pro domo sua’. Y es por eso por lo que uno se pregunta a qué estratega se le ha ocurrido una campaña que encomienda su propia defensa a un candidato al que, si de algo se le acusa, es precisamente de mentir. Recuerda a la famosa paradoja de Epiménides, quien, siendo cretense, afirmó: «Los cretenses siempre mienten», abriendo así un debate sobre esta, a primera vista, contradictoria afirmación que interesó largo tiempo a la filosofía griega y occidental. Así que, si de la verdad no cabe hablar en política, mejor que hablemos del amor.