IGNACIO CAMACHO – ABC – 12/04/16
· El arresto de Conde regurgita la memoria de la corrupción al conectar en la memoria social dos épocas de cataclismo ético.
Por si no fuesen bastantes los corruptos contemporáneos, reaparecen los del pasado como fantasmas escapados del desván. El arresto de Mario Conde y los papeles de Panamá son una regurgitación de la memoria de aquellos alegres y siniestros noventa. Los años del pelotazo, de los yuppies y los albertos, de la España que Carlos Solchaga definió como el país donde se podía ganar más dinero en menos tiempo: apología socialdemócrata de la especulación financiera.
Los años de la primera gran oleada de escándalos, la del tardofelipismo, que también sobrevino a consecuencia de una crisis económica. En las épocas de vacas gordas la corrupción parece socialmente tolerable y hasta divertida, pero en ciclos de escasez, bajo el áspero contraste con el paro y la pobreza, se convierte en la chispa que produce un cortocircuito en el sistema.
A las generaciones más jóvenes les costará creer que Conde emergió como un fulgurante paradigma de ambición positiva, un modelo de triunfador enaltecido por un marco mental rebosante de optimismo antiigualitario. La versión española de los «amos del universo» que retrató Tom Wolfe; tipos que iban por la vida sin gastar suelas, levitando sobre las moquetas, y se comían el mundo a dentelladas de audacia. Yernos ideales que hicieron de la gomina y el mentón prominente un símbolo de liderazgo y que cayeron con la misma velocidad y estrépito con que se habían levantado sobre la mediocridad, víctimas tanto de su codicia como de un radical cambio sociológico provocado por la brusca depauperación de las clases medias.
El mismo proceso que se ha llevado ahora por delante a los Blesas, los Urdangarines o los Ratos, todos pillados a contrapié por los estragos morales que la recesión ha dejado en un tejido social roto, desarbolado de futuro y de esperanza.
Convicto de varios delitos penados con cárcel, Conde no fue un corrupto en el sentido convencional de funcionario o político deshonesto, puesto que su venalidad discurrió siempre en el ámbito privado. Técnicamente era un simple estafador, que agrandó el célebre aforismo anticapitalista de Brecht y en vez de delinquir fundando un banco lo compró para luego desfalcarlo. Sin embargo su inmensa proyección pública, su potente magnetismo personal y su vocación de influencia –llegó a adquirir los restos del partido suarista– lo instalaron en el imaginario colectivo como prototipo de aquella élite política degradada a la que en el fondo trataba de suplantar.
Esta reaparición en medio de otro cataclismo ético tiene el agravante de conectar dos etapas de abusos extractivos en una misma corriente de condena social que impugna el sistema como una fuente de despotismo oligárquico. La diferencia es que entonces el decadente felipismo tenía alternativa. Mientras que ahora solo crece una furia destructora y nihilista dispuesta a levantar una siniestra distopía sobre los escombros del régimen.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 12/04/16