FRANCISCO SOSA WAGNER Y MERCEDES FUERTES-EL MUNDO

El autor analiza la sentencia del ‘caso de los ERE’ y concluye que el sistema de corrupción, dilatado en el tiempo y amparado en la protección explícita de la Junta, facilitó al PSOE una ventaja electoral considerable.

 

HAY TANTOS elementos pecaminosos en el relato de los hechos que nos ha brindado la sentencia de la Audiencia de Sevilla sobre el caso de los ERE que es difícil aislar los más llamativos. Antes de entrar en alguno de ellos, debemos felicitarnos, en primer lugar, por el hecho de que al final los jueces se hayan pronunciado. Con la parsimonia que en ellos es sólita, aunque en este caso fundada en la complejidad del asunto y el abultado número de personas implicadas. Menos aplauso merece el extraño aplazamiento de la decisión final a un momento posterior a las elecciones generales del pasado 10 de noviembre, ya que nos han privado de razones convincentes. Y, en segundo lugar, debemos recordar ahora con agradecimiento el hecho de que algunos medios de comunicación –no todos– acogieran la información sobre unas actuaciones escandalosas que acabarían, precisamente, por la publicidad periodística, llegando a las manos de una juez valiente y comprometida con la dignidad de su oficio. En tal sentido, el papel de este periódico, inicialmente en Andalucía y después a nivel nacional, ha sido relevante.

En esta hora del análisis, no nos dejemos confundir por ciertos mensajes partidistas: los magistrados sevillanos han juzgado y sentenciado un caso desmesurado de corrupción, dilatado en el tiempo y que ha contado con la protección explícita del poder público. Con ello se han violado reglas elementales de la convivencia democrática, pues se ha permitido la infraccción descarada de la concurrencia leal y en igualdad de condiciones de los partidos políticos. Está claro que uno de los contendientes ha resultado beneficiado por tales prácticas torticeras.

Que alguien nos cuente ahora el alcance de la adulteración de las elecciones andaluzas y de España, pues no olvidemos que de allí vienen muchos diputados al Congreso.

Que alguien explique cómo se puede sanar la groseramente mancillada limpieza de las campaña electorales.

Que alguien restaure ahora el honor perdido de Katharina Blum como en la conocida novela de Heinrich Böll.

En alguna ocasión hemos propuesto que a tales campañas deberían aplicárseles las reglas que rigen las publicitarias de los productos que salen al mercado: en concreto, la prohibición de la publicidad engañosa, desleal, agresiva, denigratoria, a veces, en forma de falsas aseveraciones hechas a sabiendas contra un rival con el objeto de perjudicarle. Los jueces han evitado en muchas ocasiones que los mensajes publicitarios se conviertan en un «zoco de improperios». Pues eso son, en efecto, nuestros periodos electorales y ahora sabemos, mejor dicho, constatamos, una vez más –porque la dolencia ha afectado a casi todas las formaciones políticas– que un contendiente contaba en Andalucía con ventajas bien mensurables, como lo hace un jugador que acude al garito con las cartas marcadas o los dados cargados.

Pues no otra cosa que cartas marcadas ha sido el régimen de subvenciones públicas practicado por la Junta de Andalucía, ahora condenada en las personas de sus máximos dirigentes. Pensemos en las empresas beneficiarias de tal gigantesco trapicheo que engordaba haciendas con méritos postizos y enredos picarescos, tal como señala la sentencia al aludir al «enriquecimiento de empresas y de terceros, ajeno a cualquier interés social o público». A ver –de nuevo– cómo se restaura la igualdad entre las empresas y la lógica de la competencia entre ellas cuando unas han disfrutado del dulce pastel de unas subvenciones públicas que fueron adjudicadas aplicando el principio de «otorga bien pero mirando a quién».

Se ha tejido así una vasta red de clientes paniaguados, encantados de disfrutar del favor del príncipe, felices y medrados, personas, como diría Quevedo, «con las coyunturas azogadas de reverencias y sumisiones».

Son quienes han contribuido a mantener en sus poltronas durante decenios a los mismos políticos. Todo ello alimentando el caudal de un río de dinero procedente de una cuenta corriente nutrida por los contribuyentes.

Conviene en esta hora, empero, no llorar sobre las fullerías consumadas y mirar si es posible rectificar algunos de los despropósitos cometidos y, en concreto, la recuperación de las millonarias cantidades distraídas, tal como ha solicitado acertadamente algún partido político.

Por un lado, se está aireando la vía de la responsabilidad civil. En este sentido, hay que saber que el Gobierno andaluz en su momento no exigió al tribunal que impusiera la pertinente fianza a los encausados, pero se reservó el derecho de ejercitar «la correspondiente acción civil una vez finalizado el juicio penal si a ello hubiere lugar». Acuerdo éste que ha tenido unas graves consecuencias procesales porque la Fiscalía se vio impedida para solicitar dentro del proceso penal esa responsabilidad civil. Es previsible que los condenados por los jueces sevillanos interpongan recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo. En tal caso, es evidente que el juicio penal no se ha ultimado, pero bien podría aprovecharse el debate ante esa Sala, a nuestro modesto entender, para solicitar por la representación procesal del actual Gobierno andaluz la fijación de los términos concretos de esa responsabilidad civil con el consiguiente establecimiento de las fianzas procedentes. El ejercicio de acciones civiles, en este momento, podría ser prematuro al no ser firme la sentencia.

ESTÁ ACTUANDO también el Tribunal de Cuentas, órgano en el que se debe tener confianza, pues tiene encomendada una función jurisdiccional plena cuyo objeto es reparar el menoscabo o daño que se haya podido causar a la Hacienda pública. Porque «el que por acción u omisión contraria a la ley originare el menoscabo de los caudales o efectos públicos quedará obligado a la indemnización de los daños y perjuicios causados» (artículo 38.1 de la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas). Una advertencia ésta que completa la Ley de funcionamiento de ese mismo Tribunal al decir que «la jurisdicción contable conocerá de las pretensiones de responsabilidad que, desprendiéndose de las cuentas que deben rendir todos cuantos tengan a su cargo el manejo de caudales o efectos públicos, se deduzcan contra los mismos cuando, con dolo, culpa o negligencia graves, originaren menoscabo en dichos caudales o efectos a consecuencia de acciones u omisiones contrarias a las leyes reguladoras del régimen presupuestario y de contabilidad …» (artículo 49).

En este momento, hay abiertos varios de estos juicios contables relacionados con este escándalo e incluso contamos con sentencias pronunciadas por el Tribunal citado condenando a altos directivos de la Junta de Andalucía al reintegro de cantidades significativas. Asimismo, se ha producido también alguna absolución debida a la prescripción originada por actuaciones tardías.

Pasan, en fin, del centenar las causas abiertas ante la jurisdicción penal de manera que estamos a la espera de las sentencias correspondientes. Todos debemos ser muy respetuosos con los tiempos que los magistrados se toman para dictar sus sentencias y más quienes, como nosotros, somos juristas de oficio. Pero nos permitimos pedir a esos mismos magistrados que no confundan los tiempos que marcan las leyes procesales con los tiempos geológicos.

Más que nada, por la curiosidad que tenemos algunos de llegar a conocer en nuestras frágiles vidas el definitivo final de esta trapacería descomulgada.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo.