El Correo-ANDONI PÉREZ AYALA
Como todos los años, desde hace ya cuarenta, acabamos de conmemor el aniversario de la aprobación de la Constitución, lo que no deja de ser una peculiaridad hispánica que no tiene correspondencia alguna en ningún país de nuestro entorno. Ni Francia, ni Portugal, ni Italia, Alemania, Bélgica, Gran Bretaña….. (y se podría seguir alargando la lista), tienen en su calendario festivo un día dedicado a festejar la aprobación de su Constitución. ¿Quiere eso decir que nuestros vecinos no valoran debidamente sus propias leyes fundamentales? ¿O, dicho de otra forma, que somos nosotros quienes más y mejor valoramos la Constitución, como se demuestra con la fiesta y los fastos que la dedicamos?
Antes de responder apresuradamente a estas preguntas merece la pena reflexionar un poco sobre el hecho mismo de esta singularidad conmemorativa, lo que además puede ayudarnos a comprender algo mejor la difícil y contradictoria relación que siempre hemos mantenido, y seguimos manteniendo a día de hoy, con la Constitución. Ello no es sino el reflejo de una experiencia constitucional, no precisamente modélica, como la que hemos tenido históricamente, en la que los episodios de afirmación, e incluso de exaltación, constitucional, se han alternado con periodos, bastante más largos, en los que la Carta Magna era ignorada o arrumbada por la fuerza; a lo que habría que añadir la dura persecución de que eran objeto quienes trataban de restablecer el régimen constitucional.
Baste recordar, por referirnos al periodo histórico más próximo, que durante la mitad del pasado siglo XX (1923/1931 y 1936-39/1978) no tuvimos régimen constitucional alguno, lo que supone un auténtico récord europeo, en este caso muy negativo, en materia de constitucionalidad (solo equiparable al de nuestro vecino Portugal, aunque en este caso la dictadura que padecieron no fuera tan sangrienta como la nuestra). No es de extrañar que ante una penuria como la que hemos tenido aquí durante un periodo histórico tan prolongado, cuando en 1978 logramos, por fin, recuperar la Constitución, celebremos este hecho con más énfasis (fiesta incluida) que si hubiésemos disfrutado con toda normalidad de un régimen constitucional de forma ininterrumpida, como ocurrió en otros países europeos del entorno.
No es esta, sin embargo, la única singularidad que se da en estas conmemoraciones anuales; también hay otras que se repiten año tras año, y que tampoco tienen correspondencia con lo que pasa en otros países de nuestro entorno. Así, forma parte de nuestro peculiar calendario político aprovechar este aniversario para hacer algo así como una profesión pública de fe constitucional, acompañada de los correspondientes fastos y halagos, tan cargantes como superfluos, de la obra del constituyente de 1978. A lo que habría que añadir, para que nada falte en el puzle, la animada participación de quienes, desde posiciones opuestas, también se suman a la fiesta, pero en este caso para arremeter contra la Constitución por ser la piedra angular del «régimen del 78» (según sus propias palabras), y causa de los principales males que nos aquejan desde la malhadada transición hasta la fecha.
No hay ningún país, lo que es fácilmente comprobable, en el que cada año, coincidiendo con el aniversario de la fecha en que fue aprobada su Constitución, se oficien los fastos (incluido el postureo anticonstitucional, que también forma parte del festejo y es otra singularidad nuestra a tener muy en cuenta) que se dan aquí por estas fechas. Lo que no constituye, por más que a primera vista pudiera parecerlo, ninguna muestra de vitalidad y de interés constitucionales sino más bien una manifestación, entre otras, del déficit de cultura de una Carta Magna del que adolecemos por estos pagos. Un déficit que no va a ser cubierto con fastos de ocasión, ni menos aún con la utilización instrumental de la Constitución para arremeter contra el adversario, lo que dicho sea de paso es también otra de las singularidades que nos adornan, y que suele ser de utilización recurrente para festejar fechas como estas.
La profusión con ocasión de los aniversarios conmemorativos de estas fechas de invocaciones constitucionales de lo más diversas y variopintas, acompañadas de las correspondientes polémicas, sin que falten las más encendidas trifulcas partidarias en algunos casos, forma parte ya de nuestro calendario político habitual. No estaría de más que en vez de polemizar tanto, y tan inútilmente la mayoría de las veces, sobre la Constitución, fuésemos capaces también de no invocarla en vano, siguiendo la recomendación bíblica, y de evitar utilizarla, en un sentido o en otro, como recurso de ocasión en las disputas partidistas. Porque, además, en la mayoría de los casos las materias que suelen ser objeto de apasionadas discusiones no tienen mucho que ver con la Carta Magna o, en su caso, pueden ser tratadas sin necesidad de recurrir a ésta.
Cuarenta años de continuidad constitucional es, sin duda, un hecho que, teniendo en cuenta nuestra agitada experiencia histórica en este terreno, merece ser valorado positivamente. Pero el tratamiento que damos todavía, a día de hoy, a las cuestiones constitucionales –la forma de conmemorar anualmente estos aniversarios es una muestra más de ello– indica que aún no hemos normalizado plenamente nuestra vida constitucional. Independientemente de que se planteen también objetivos más ambiciosos y trascendentes en este terreno, que no faltan aunque habría que formular de forma más precisa su contenido y, sobre todo, la forma de llevarlos a cabo, no vendría nada mal normalizar un poco más nuestra vida constitucional….. sin que tengamos que esperar otros cuarenta años para conseguirlo.