MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

Anna Göldi ha pasado a la Historia como la última bruja ejecutada y la primera en ser exonerada, hasta el punto de llegar a ser declarada en Suiza símbolo de la discriminación social contra la mujer. Justo la semana que viene se cumplirán 240 años de su decapitación, sucedió en el cantón helvético de Glaris.

En ese lugar se estableció hace quince años una Fundación que lleva el nombre de aquella mujer, concede el Premio Día de los Caídos y Derechos Humanos y abrió un museo que rememora la tortura que padeció. Llevaba dos años trabajando como criada en la casa de un médico, cuando se la acusó de hacer magia negra con la hija pequeña de su patrón, que a su vez era juez. Se vio obligada a confesar que había hecho un pacto con el diablo y fue ejecutada. Cabe imaginar que nada fue como se quiso hacer ver y que algo se ocultó.

Por otro lado, declarar retrospectivamente ilegal un juicio es una práctica a la que nuestro siglo está volcado con ampulosidad. Se exige con insolencia y raro puritanismo pedir perdón por el mal que los ancestros cometieron, pero las víctimas, ya desaparecidas, son las únicas que lo podrían dar y ya no pueden. Lo que ocurrió no lo puede cambiar ni Dios, es irrevocable. Otra cosa es revertir el daño hecho y sanar moralmente.

En el siglo XIX surgió la figura del médium, que pretendía ponerse en comunicación con el espíritu de un muerto. Una fe desmedida, una superstición. Es cierto que se suele etiquetar de supersticioso a quien se guía según la religión de grupos rivales. En el siglo I, Plutarco entendía que también el ateísmo puede ser supersticioso, como emoción de un razonamiento falso. Y en esas estamos.