ABC 13/11/13
· Los autores del linchamiento verbal de Rato exhibían la autoritaria seguridad y la arrogancia moral de los fanáticos
Entre los grandes logros del pensamiento hegemónico de la izquierda está el de haber despenalizado políticamente su propia radicalidad. Así, mientras hace décadas que la etiqueta de fascista se aplica a ideas y personas con universal connotación descalificadora, los comunistas han exhibido siempre con orgullo su ideología a despecho de una tradición histórica no menos criminal y totalitaria. La cultura moderada de la Transición logró un cierto arrinconamiento social de los extremismos favorecido por el éxito del centro de Suárez y de la socialdemocracia felipista, pero el reciente revisionismo crítico de la etapa constitucional, el desgaste de los partidos convencionales y el malestar ciudadano ante la crisis han resucitado ciertos ajados discursos revolucionarios. En los movimientos post-15M, en la periferia del PSOE y en las redes digitales se ha instalado un crecido radicalismo antisistema que inflama la atmósfera social con un lenguaje sobreexaltado.
La crispación civil y el retroceso bipartidista han provocado también un repunte de la extrema derecha, que por fortuna más allá de expresiones marginales no encuentra cauce político. El gran mérito del aznarismo fue la unificación del sector liberal conservador en un gran partido atrapalo todo que moderaba al núcleo más intransigente al incorporarlo en su programa reformista. El integrismo español no ha logrado cuajar más que corrientes minoritarias al estilo del Tea Party, de influencia cierta pero inestable y poco decisiva dentro del conglomerado del PP. Sin embargo el extremismo de izquierdas, mejor visto por una opinión pública complaciente, no sólo bulle en el exterior del sistema sino que ocupa asientos en el Congreso y en algunas cámaras regionales asociado a menudo al nacionalismo secesionista. Agitadores con acta de diputado convocan al asalto del poder en la calle, lanzan turbulentas soflamas de insurrección y amparan a cuanta plataforma social acude a la sede de la soberanía para cuestionar su legitimidad democrática.
El linchamiento de Rodrigo Rato en el Parlamento catalán fue una demostración rutilante de esa crecida a la que da alas el sorprendente encogimiento de los partidos constitucionalistas. Los tipos que insultaban al voluntario compareciente, uno de ellos blandiendo una chancla y una inquietante mirada de odio, exhibían la autoritaria seguridad de los fanáticos, esa intransigente arrogancia moral que proporciona el fundamentalismo más sectario. Nadie les salió al paso, nadie contestó siquiera a su escalofriante matonismo dialéctico. No eran revoltosos callejeros sino señorías susceptibles de formar alianzas de gobierno. Y produce un cierto escalofrío pensar que tal vez pronto los veamos –en el Norte algunos ya lo están– instalados en los poderes territoriales. O más allá si los socialistas prosiguen el juego de aprendices de brujo que han iniciado.