En España padecemos una inmensa afición por despellejar a los dignos de ser emulados. Y se confunde con la envidia, de la que Quevedo dijo que va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. De este modo, la negativa a apreciar a quien se lo merece -y cuando se lo merece- cierra el paso a lo mejor que una sociedad puede conseguir.
Aunque los mejores en distintos aspectos sean dignos de estima, y les tengamos cariño además de admiración, tienen también defectos y no deberían ser idolatrados. Desde esta sana actitud no hay lugar para la adulación ni el peloteo.
Ramón Tamames no sólo es un profesor de impresionante cultura e inteligencia, sino que es enormemente trabajador y pundonoroso, y su curiosidad por aprender es inagotable; rechaza las fronteras de especialidad. Francesc de Carreras, compañero suyo en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y que, durante muchos años. compartió con él militancia comunista, ha destacado su continuo compromiso con los problemas colectivos, de los que nunca se desentiende, y el afán por estar informado por distintas fuentes. Ha añadido que Tamames, si se sabe equivocado, no duda, llegado el caso, en rectificar su posición. Es lo contrario del entusiasmo con que se practica entre nosotros el dicho: ‘Procure siempre acertarla el honrado y principal; pero si la acierta mal, defenderla y no enmendarla’. Un hábito inveterado que comparten las llamadas izquierdas y derechas.
Cuando supe que Tamames estaba estudiando aceptar la propuesta de Vox para censurar al Gobierno en el Congreso de los Diputados, me inquieté; no por ninguno de los partidos, ciertamente, sino por él. No tenía posibilidad de prosperar y desbancar a Sánchez (bien que se lo merece éste, por mentir de forma sistemática, en asuntos graves y leves; una corrupción moral consentida para nuestro mal), pero lo veía arrojado a los leones circenses. Desde la amistad que le tengo, le pedí con absoluto respeto que desistiera de participar en aquel montaje o embeleco, como dicen en Puerto Rico, pero me contestó que creía que iba a aceptar.
Tenía muy claro que Ramón Tamames, como siempre, se iba a representar a él solo, que iría por libre y diría lo que le pareciera y que tampoco aplaudiría a quien le ofrecía esa oportunidad única e insólita de dirigirse al país desde la Cámara Baja. Francesc de Carreras llegó a prever que más que una moción de censura, iba a ser la ocasión de mandar un mensaje positivo a los españoles que escuchasen con atención y quisieran formarse una opinión propia sobre algunos de los problemas que nos afligen. Ellos serían sus destinatarios.
Una pregunta imparable se deslizó por doquier: ¿a quién iba a favorecer aquella moción, al PSOE o a Vox? No se sabe ver más allá de dos palmos. De inmediato, se acumularon argumentos burdos sobre la persona del académico y antiguo miembro del Comité Central del PCE: un nonagenario inflado por su ego estaba dispuesto a hacernos perder el tiempo, incluso se dijo que también dinero; y esto lo dijeron quienes precisamente nos hacen perder el tiempo a todos con su charlatanería, y el dinero a espuertas con sus tinglados. Hubo quien se sonrió porque Tamames dijera que aceptaba el ofrecimiento de intervenir para no tener que arrepentirse toda la vida por no aprovecharlo (para dar un clarinazo con ajustados y sólidos planteamientos). Es lo propio de alguien que se sabe con energía sobrada, con valor y sin ninguna necesidad de recibir la aprobación de los demás; lo que André Gide envidiaba de Julien Benda. Pronto hará un siglo que Benda escribió La trahison des clercs (‘La traición de los intelectuales’), donde el clérigo es alguien docto que rebate lo arbitrario y es consciente de que no hay nada que hacer con los mundanos, porque renuncian a la verdad y a localizar lo esencial de los problemas; todos ellos se retratan
Llegado el día de su actuación en el retablo de las maravillas de la Carrera de San Jerónimo, como un Don Quijote que dio “gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos y mal a ninguno” pero, sin desenvainar la espada, con cordura y sensatez, Ramón Tamames hizo caso omiso de las numerosas impertinencias que se oyeron y, con su actitud, vino a proponer el “caminemos todos con pie llano y con intención sana”, que el Hidalgo de la Mancha le enjaretó a maese Pedro. Ahí queda eso.
El docto economista, que con más de ochenta años de edad ha escrito sólidos y eruditos libros de historia (como su Hernán Cortés y La mitad del mundo que fue de España), insistió en su convencimiento de que aquel acto no era ocioso. Que cada uno piense y diga lo que quiera, a mí ahora me corresponde destacar la disposición y coraje de Tamames, y aprender de él. Sólo nos elevamos cuando extraemos lo mejor de los demás, para que ellos mejoren y nosotros mejoremos.