Es más significativo que Garzón haya perdido la pista a un sumario entero, el del chivatazo policial al dueño del bar Faisán. Por ahora. Pero es natural: todo lo tiene que hacer él, es cosa del jet-lag, o, en última instancia, la culpa fue del chachachá. O del insomnio.
La biografía autorizada del juez Garzón que escribió Pilar Urbano llevaba por título El hombre que veía amanecer. De igual manera debía de ver el sol a la hora de la meridiana y a la de la siesta y era también el juez que veía atardecer y el sol de medianoche, si se terciaba, que no suele terciarse en estos pagos, mayormente por una cuestión de latitud. La vida moderna es una vigilia permanente si quieres personarte en todos los sumarios que tienes a tu alcance.
Una de las dos claves de su estrellato es precisamente esta capacidad de acumular sumarios, que le ha llevado a considerarse competente para procesar a Pinochet por los delitos de genocidio, torturas y asesinato. También quiso investigar a Henry Kissinger por su colaboración en los delitos análogos que perpetraron las dictaduras latinoamericanas contra sus opositores en los años 70 del siglo pasado. Hizo un intento de procesar a Berlusconi y llegó a ordenar la detención de Osama bin Laden. Entre el brindis al sol y el esfuerzo melancólico.
La otra es un don, no diremos de ubicuidad -cualidad que está reservada al Ser Supremo en sentido literal y metafóricamente hablando, al presidente del Gobierno-, sino la ósmosis, capacidad de traspasar la membrana semipermeable que separa la política de la judicatura en un sentido y en otro, con la misma facilidad que el rayo de sol, el cristal de la ventana o la voluntad del Señor, la virginidad de María.
El fue el truco de un Felipe González ya rodeado por escándalos de corrupción, gracias al amable celestinaje de Bono. Garzón, que iba de número dos en la lista de Madrid para las legislativas de 1993, fue el cambio del cambio. La política fue el escenario para un duelo entre jueces que ganó Juan Alberto Belloch, el mejor dotado de los dos para el ejercicio de la misma. Cómo terminó aquello ya es historia.
Una de las características de su labor profesional es la de haber levantado demasiados sumarios con la consistencia del soufflé: arquitecturas espectaculares que se desinflaban muy a menudo en cuanto eran sometidas al momento de la verdad, al calor del horno.
Son demasiadas actividades, demasiados sumarios y demasiados presos, 270, los que dependen del Juzgado número 5 de la Audiencia Nacional. A ellos ha sumado por su propia iniciativa la reivindicación urbi et orbi de información que pueda remitírsele sobre las víctimas de la Guerra Civil española. Ya ha recibido una lista calificando de desaparecidas a 130.137 personas en la zona franquista, a las que ha añadido las que sufrieron la misma suerte en la zona republicana, el último asunto incorporado a su competencia instructora. Así, a ojo, unos dos millones de documentos.
No es prometedor el error de la carpetilla que ha permitido la excarcelación de dos narcos. Las excusas (que la Fiscalía también manejaba un plazo equivocado y que los excarcelados son muy formales y que acuden a fichar todos los días) no alteran el hecho sustancial.
No es motivo de escándalo que una mano haya escrito en la portada de una carpetilla «18 de julio» -¡vaya por Dios, qué casualidad!- en lugar de escribir «12», que era la fecha correcta. Ante el maremágnum que tiene el juez Garzón en su oficina, uno sólo puede expresarse con paráfrasis de Machín: «Yo no puedo comprender/ cómo se pueden tener/ tantos sumarios a la vez/ y no estar loco. Y no estar loco».
Es más significativo que haya perdido la pista a un sumario entero, el del chivatazo policial al dueño del bar Faisán. Por ahora. Pero es natural: todo lo tiene que hacer él, es cosa del jet-lag, o, en última instancia, la culpa fue del chachachá. O del insomnio.
Santiago González, EL MUNDO, 1/10/2008