El Correo-ANTONIO RIVERA
Como nada se ha movido, la única posibilidad para el secesionismo catalán reposa en el hundimiento de sus contrarios: Europa y España, por ese orden
Acostumbrado a convertir en hito una derrota histórica, el nacionalismo catalán tiene ya elevada a los altares de la patria la fecha del 1 de octubre. Si el 11 de septiembre recuerda con la Diada la supuesta derrota de todos los catalanes en 1714 –por más que estos lucharan tan divididos como merece cualquier guerra civil–, el 1 de octubre se celebrará para siempre jamás desde este lunes para conmemorar el agravio sufrido por la mitad de los catalanes que pretendían votar… ignorando a la otra mitad que lo entendía improcedente. Es lo que tienen todos los nacionalismos: un estómago capaz de deglutir cualquier cosa y de metabolizarla a su exclusivo favor, sintetizando en una única semántica hechos que no eran sino expresión de la diversidad de cualquier sociedad moderna.
De manera que se recordará como hecho histórico aquel combate extraño entre ciudadanos y policías, aquellos empeñados en mostrar pacifismo, masividad y unidad nacional, estos aplicados a impedir un acto ilegal sin por ello hacer demostración de excesiva fuerza bruta. Un combate desigual: todas las policías del mundo esgrimen como argumento la fuerza. De manera que la plasmación de ese agravio y esa violencia que se buscaban como hito fundacional representativo de la agresión de un Estado contra la voluntad ciudadana no era tan complicada de conseguir. Lo lograron. No hubo cientos de heridos, como se dijo, pero bastaba la imagen de un uniformado saltando incontrolado sobre un posible votante para que el mundo se enterara de esa aparente ignominia. Una puesta en escena minuciosamente preparada, imposible de esquivar, salvo que se hubiera dado la orden a los agentes de no abandonar en todo el día aquel crucero adornado con el Piolín. En ese caso se hablaría de otra cosa incluso peor, de defección. Y eso es algo que no se puede permitir ningún poder público.
Después de ese día, y a consecuencia de lo hecho en él, medio Parlament aprobó la parte dispositiva de la declaración unilateral de independencia mientras un trozo de ciudadanía esperaba en Sant Jaume algún gesto glorioso (un izar y arriar de enseñas, por ejemplo) y el Senado daba luz verde al Gobierno español para aplicar el artículo 155 de la Constitución y disolver aquella Cámara (27 de octubre). Después se sucedieron más hechos: encausamiento y posterior encarcelamiento de los responsables máximos del proceso, huida, detención y puesta en libertad de Puigdemont, rechazo de la pretensión secesionista por parte de las autoridades europeas, salida masiva de la razón social de empresas ubicadas en Cataluña, nuevas elecciones, nuevo Parlament, Torra president… Ninguno de esos hitos cobrará la centralidad del 1 de octubre. Algunos son equívocos, otros suponen derrotas inapelables, los hay de reconocimiento expreso del error, algunos evidencian división, los demasiado personales no sirven (nunca se está seguro de la continuidad del empeño individual), en muchos casos faltan las necesarias imágenes para inmortalizar un hecho en el futuro… Nada comparable a la vistosidad del choque Estado-pueblo, un clásico en la iconografía de los trozos de pueblo que pretenden constituirse en Estado. De ahí que el 1 de octubre haya entrado a formar parte ya del callejero irredento catalán, del material mandado recoger por el Museu d’Història de Catalunya o de las fichas docentes de muchas escuelas.
Emil Cioran, el atormentado filósofo rumano que tanto sabía de estos absolutos patrios –se acercó en su tiempo a la Guardia de Hierro filonazi–, al regresar de los mismos reconoció que «todo hombre que ama a su país desea en el fondo de su corazón la supresión de la mitad de sus compatriotas». Quizás resulte una afirmación muy cruda para un tiempo de revoluciones postmodernas, pero el 1 de octubre catalán se sostiene impávido en la invisibilización de la mitad de sus ciudadanos. No se ha movido desde entonces un pelo y pretende una celebración bajo ese postulado. Solo muy de cuando en cuando, sin demasiada intención, se escucha una voz secundaria recordando que sin alguna complicidad de esa otra parte de Cataluña este viaje a Ítaca se consumirá en la estéril épica de su esfuerzo. No parece que un empeño tan adolescente y simple anide ahora en la cabeza de los indepes catalanes, tan animados por la posibilidad de que esta sea la buena.
Pero, como nada se ha movido y lo poco que lo promueve tiene pocos visos de hacerse realidad, todo seguirá en el mismo sitio, y se confirmará la sospecha de que la única posibilidad para el secesionismo catalán reposa en el hundimiento de sus contrarios: Europa y España, por ese orden. Solo si la Unión Europea entra en una crisis profunda que vuelva a medievalizar su mapa, conformando una constelación de pequeñas nacionesestado, con lazos de relación imposibles entre ellas –ese sueño de Trump, de Putin o de las extremas derechas locales–, la Cataluña independentista tendrá alguna posibilidad. Para entonces, estaremos todos aviados y ese problema no será más que uno más y no el más importante. De igual modo, solo si España entra en una profunda crisis, no identitaria, sino territorial, destrozada por un nihilismo extravagante, centrífugo y disolvente, donde cada comunidad no busque sino su particular beneficio, solo en ese extremo el empeño secesionista tendrá la ocasión propicia. El catalán y el de otros, por supuesto.
De manera que después de darse esa pírrica satisfacción de conmemorar semejante hazaña nacional, después de ese particular uno de octubre –el día en que se celebraba la exaltación como jefe de Estado del Caudillo y dictador, casualidad–, los nacionalistas catalanes deberían aplicarse a propiciar sus posibilidades. Que son: sus otros ciudadanos catalanes, una Europa unida, y una España cabal. Pero me da que no, que seguirán aferrados a la estéril épica.