Javier Zarzalejos-El Correo
- Si el Gobierno cae, lo habrá derribado el nacionalismo más extremo. Y si se mantiene tendrá que seguir dedicando sus esfuerzos a hablar de sí mismo
Está durando muy poco el relato que Pedro Sánchez ha querido imponer para enmarcar la reedición de la ‘coalición Frankenstein’ con la suma de Puigdemont y la hostilidad de Podemos. En las dos primeras votaciones de la legislatura, el Congreso se ha convertido en la imagen del paisaje después de la batalla en la que el socialismo en el poder se ha dejado enormes jirones. El Parlamento, en dos sesiones agónicas, apunta al fracaso político precoz de una operación ambiciosa hasta lo temerario.
De la coalición «progresista» empieza a quedar solo la autocomplacencia con la que se refieren a ella sus beneficiarios. Hacer de Junts la clave de todo tiene su precio. Y desde que los socialistas optaron por la alianza perpetua con los secesionistas no dejan de beneficiar al partido de Puigdemont, atribuyéndole la condición de facilitador de las medidas sociales que la generosidad gubernamental extiende entre los españoles. Y no solo eso, sino que Junts es -¡quién lo diría!- un insustituible agente de pacificación y reencuentro en Cataluña. Lo que ocurre es que a Junts lo que le pide el cuerpo es el discurso xenófobo de la alcaldesa de Ripoll que los de Puigdemont quieren hacer realidad utilizando la «competencia integral» en materia de inmigración a favor de la Generalitat que han pactado con Sánchez.
La amnistía esta alcanzando cotas de sórdido surrealismo muy alejadas de la altisonante épica pacificadora con la que los socialistas han querido envolver la impunidad. El Gobierno pide a Junts que acepten ser amnistiados; Sánchez actúa de juez instructor y tribunal sentenciador para afirmar sin despeinarse que los secesionistas nada tienen que temer porque no hubo acto alguno de terrorismo en el ‘procés’ y sus secuelas. El Gobierno ya no es que sea pura miel para los secesionistas, es que transmite una imagen de necesitado que ahonda en la sensación de humillación con la que los independentistas quieren subrayar lo mucho que mandan.
La figura del vencedor inconmovible que ha venido acompañando a Sánchez presenta grietas que denotan un daño estructural en la arquitectura política del presidente. Sánchez en cada comparecencia tiene que ir más allá en el cortejo a Junts y, encima, no es suficiente. La contrariedad y la agria expresión que se vio en Sánchez al abandonar el hemiciclo después de la derrota de la proposición de ley de amnistía no han pasado desapercibidas.
Refleja a un dirigente político que ha perdido el control de los acontecimientos, centrado en sobrevivir más que en gobernar, empeñado en aferrarse a un discurso que quiere ennoblecer sus pactos con lo más radical y hostil a la Constitución presentándose como protagonista de una gran operación de Estado que sus aliados de Junts no pierden la oportunidad de desacreditar. Lo suyo, insisten una y otra vez, es la independencia de Cataluña y eso del reencuentro, el diálogo, la estabilidad son palabras de un guion que no es el suyo.
Apenas empezada la legislatura, se asume que los Presupuestos del Estado se prorrogarán si las cosas se le ponen más difíciles aún al Gobierno. Se lanza la idea de que, si la ley de amnistía no basta y hay que tranquilizar a los secesionistas, se vuelve a entrar en el Código Penal para atenuar la tipificación del terrorismo, como se hizo con la malversación y como ocurrió con la supresión pura y simple del delito de sedición. Un Código Penal que, poco a poco, con una desvergüenza escandalosa, va convirtiéndose en un traje a la medida de los delincuentes, pero solo si estos son independentistas catalanes.
Las apuestas sobre la continuidad de este Gobierno no dejan de ser una especulación que banaliza la gravedad de la situación. Es verdad que el pronóstico debería ser preocupante para los que creen que la izquierda ha encontrado la piedra filosofal que le mantendría en el poder sin fecha de caducidad. El gran entusiasta de esta geometría, el expresidente Rodríguez Zapatero, no repara en gastos para salvarla y ya pide que se reconozca -¿dónde?- la identidad nacional de Cataluña. Si el Ejecutivo cae, lo habrá derribado el nacionalismo más extremo que, como en 2017 con la moción de censura a Rajoy, vuelve a decidir. Y si el Gobierno se mantiene, lo hará en ‘modo zombi’, como un muerto viviente, que mantendrá, como mucho, funciones vegetativas y tendrá que seguir dedicando sus esfuerzos, también los más ridículos y estériles, a hablar de sí mismo, de lo que es en vez de hablar de lo que hace.