EL CORREO 09/08/14
JAVIER ZARZALEJOS
· Cuando los nacionalistas catalanes apelan al pacto ya no piden otra cosa que la pura satisfacción de sus exigencias. La diferencia es que ahora lo que plantean son las exigencias últimas
Aparte del ‘escándalo Pujol’ –que es mucho dejar aparte–, Artur Mas iba a Madrid a entrevistarse con Mariano Rajoy acompañado de varios problemas. El más importante de todos ellos es un problema ya estructural al nacionalismo: Mas decía que iba a ver al presidente del Gobierno con voluntad de pacto cuando, en realidad, el nacionalismo no pacta, al menos en el sentido en que hay que entender el pacto en democracia y lo que conlleva de renuncia.
Para los nacionalistas, todas las transacciones son siempre ‘sin perjuicio de’, lo que hace de los acuerdos con aquellos simples gradaciones temporales con las que administran sus reivindicaciones máximas. Poco que ver, desde luego, con esos grandes compromisos históricos con los que resolver problemas como el del famoso ‘encaje’ de Cataluña en España.
Es muy revelador que a lo largo de la Transición y en los primeros años de democracia, el nacionalismo no experimentara ninguna transformación equivalente a las que sufrieron todas las demás fuerzas políticas que contaban en España. El Partido Comunista aceptó la monarquía y la bandera, poniendo letra a su proclamada política de reconciliación nacional, dentro de una evolución general del comunismo en el sur de Europa –en Francia e Italia, no así en Portugal– hacia la asunción creíble de la democracia parlamentaria. Los socialistas abandonaron su definición marxista en 1979, en un calculado órdago de Felipe González, que afirmó su liderazgo en el partido y le abrió la puerta de las sucesivas mayorías absolutas que marcarían la década siguiente. De nuevo aquí tenía lugar la renuncia –no el aplazamiento– al ‘programa máximo’, en este caso del PSOE, de la misma manera que Carrillo había desenganchado al PCE de las ensoñaciones más indigestas del comunismo español. En el centro-derecha, el proceso de refundación del Partido Popular liderado por Aznar lograba articular un espacio político y electoral como verdadera alternativa de Gobierno en el que confluían la trayectoria de la UCD, verdadera gestora del cambio bajo Adolfo Suárez, y el éxito de Manuel Fraga al fijar en el sistema democrático a toda la derecha sin excepciones apreciables.
Estos itinerarios no resultaron fáciles de recorrer para quienes lo hicieron. Sin embargo, difundieron una pedagogía valiosa y fueron contribuciones determinantes para el éxito de la Transición y de la consolidación de la democracia, bien distintas, por cierto, de este deslizamiento entrópico que arrastra a la política actual.
Nada similar a esto se podría decir de los partidos nacionalistas. Habría que agarrarse al ‘discurso del Arriaga’ de Xabier Arzalluz en 1988, a las incursiones de Josu Jon Imaz en el discurso del ‘nacionalismo cívico’ o a las intervenciones parlamentarias de Miquel Roca durante el debate constitucional para vislumbrar un atisbo de replanteamiento programático real y estratégico por parte de los nacionalismos. En Arzalluz, el Arriaga quedó como un episodio más, tal vez una improvisación, en una trayectoria contradictoria y tornadiza. Imaz resultó una novedad vistosa fagocitada por su propio partido, que esterilizó cualquier avance en la dirección doctrinal que proponía el fugaz presidente del EBB. De Roca, lo último que se ha oído es que, cuando fue desactivado por Pujol –pero sólo entonces– contó al ministro de Hacienda socialista de aquel momento lo que ya entonces sabía de la cara oscura del neoindependentista y ex molt honorable.
El mantenimiento de sus programas máximos unido al componente carismático con que los líderes nacionalistas quieren revestirse en las ocasiones especiales de confrontación, arrogándose sin rubor la personificación de sus pueblos, son distorsiones objetivas que estas fuerzas introducen en el funcionamiento de un sistema democrático.
El nacionalismo ha dejado irreconocible la idea misma de pacto. Cuando los nacionalistas catalanes apelan al pacto ya no piden otra cosa que la pura satisfacción de sus exigencias. La diferencia es que ahora, satisfechas las exigencias de recorrido, lo que plantean son las exigencias últimas. Y esas exigencias últimas, ya sobre la mesa, implican la destrucción del Estado. Si no hay pacto en el sentido que tantos proponen, –en su mayoría sin duda, de buena fe–, es simplemente porque no hay contrapartida real que el nacionalismo acepte comprometer. La lógica nacionalista es implacable cuando rechaza contemplar siquiera el fin de un conflicto del que el propio nacionalismo vive.
Parece razonable suponer que la sociedad española ya sabe que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga y no parece muy dispuesta a seguir corriendo. Hasta la ruptura que –no hay que olvidarlo– se inicia con el tándem Maragall-Carod, los acuerdos de estabilidad parlamentaria alcanzados con CiU eran asumidos como funcionales aunque fueran costosos. Condenar las mayorías absolutas como indeseables y, al mismo tiempo, censurar los acuerdos que procuraban estabilidad parlamentaria del Gobierno, no eran términos conciliables.
Pero las cosas han cambiado y ha sido el propio nacionalismo el que ha destruido ese paradigma en el que se movía el denominado ‘catalanismo’. Ahora, el incentivo político para que un Gobierno se adentre en nuevos intentos de pacto con el nacionalismo independentista catalán es mínimo; el coste, inasumible; la contrapartida en términos de lealtad al sistema democrático, inexistente y los efectos para la estabilidad constitucional de abrir un boquete para su ruptura, simplemente destructivos.