KEPA AULESTIA-El Correo
La elección de Pere Aragonès como presidente número 132 de la Generalitat de Cataluña evocó en su discurso previo figuras y momentos históricos de los que su investidura sería un colofón ineludible. Basta con postularse heredero de una larga estirpe que acaba confundiéndose con la legitimidad democrática para reforzar ésta con un designio previo que hoy solo podría encarnarse en un independentista. Hasta 2012 Cataluña pudo ser gobernada desde visiones distintas a la secesión. Incluso Jordi Pujol formó parte de tal posibilidad. Mucho más Pasqual Maragall, y qué decir de José Montilla. Pero desde entonces se han sucedido cuatro presidentes escorados hacia el desenganche respecto a España.
El primero, independentista sobrevenido, fue Artur Mas. El segundo, Carles Puigdemont, le sustituyó tras los comicios de 2015 por exigencia de la CUP cuando no había sido el candidato convergente. Y tras ejercer durante menos de dos años y colapsar su mandato tras una declaración de independencia que no llegó a tal y que condujo al 155, sigue simbolizando para sus seguidores la legitimidad histórica de la Generalitat. Luego vino Joaquim Torra para hacer bueno a Puigdemont esperando que volviera de Waterloo. Y el segundo colapso del independentismo llegó cuando no pudo ponerse de acuerdo para relevar a Torra después de su inhabilitación judicial.
Ayer Aragonés se echó un mundo a sus espaldas, después de que Elsa Artadi se hiciese a un lado sin que sea verosímil que su renuncia a acompañarle como vicepresidenta de Junts se deba a su propósito de postularse como candidata posconvergente a la alcaldía de Barcelona. Y sobre todo después de alcanzar un acuerdo con Jordi Sánchez, secretario general de Junts preso en la cárcel de Lledoners, cuya ascendencia sobre el magma de corrientes e intereses que divergen bajo la marca auspiciada por Puigdemont declinará a medida que quede atrás el juicio por el ‘procés’.
A Aragonés le toca competir con las apuestas. Pero no merece compasión alguna por ello. Porque en la vindicación histórica de su investidura quiso olvidarse de un episodio crucial y nefasto. El papel que Oriol Junqueras y especialmente Marta Rovira representaron en aquella crítica noche del 26 al 27 de octubre de 2017, que desembocó en una declaración simulada de independencia. La ERC supuestamente posibilista y moderada, el partido de Aragonés, no debería remontarse ochenta años atrás. Debería comenzar por reconocer que sus dirigentes de hace cuatro años convirtieron la histeria política en un recurso que colapsó la Generalitat y catapultó a Puigdemont al delirio. Pere Aragonès i García será víctima de ese pasado del que no quiere dar cuenta.