EL CORREO 19/05/14
JAVIER ZARZALEJOS
· El federalismo en España, en la política –no en su cultivo académico–, es un eslogan del Partido Socialista que requiere de mucha imaginación
Las pretensiones independentistas del nacionalismo catalán han desatado la fiebre del viejo arbitrismo. La plasmación popular del arbitrismo es la conversación de barra de bar, la tertulia de amigos, esa en la que siempre hay alguien que sabe la estrategia imbatible para ganar el mundial de Brasil ….o cómo solucionar ‘el problema catalán’.
Al arbitrismo contribuyen de manera notable las constantes apelaciones a la imaginación como fuente de propuestas políticas y, por supuesto, al imperativo de ‘moverse’ a pesar de que los beneficiarios de ese imperativo se caractericen por el inmovilismo en sus posiciones atávicas. El fenómeno alcanza cotas verdaderamente sobresalientes y parece que va a ir en aumento al calor de la búsqueda de esa supuesta ‘tercera vía’. El premio, de momento, se lo lleva la propuesta de adoptar un ‘modelo confederal’. De inequívoco ‘label’ vasco, la propuesta tiene una proyección también indudable en Cataluña. Recientemente, en estas mismas páginas, el profesor Tajadura expuso con claridad y agudeza las claves del pretendido modelo confederal, su naturaleza jurídico-internacional y su carácter transitorio como demuestra la evidencia histórica de que ninguna confederación ha vivido para contarnos sus supuestos beneficios. La expresión ‘modelo confederal’ es un oxímoron, una contradicción en sus términos. Lo confederal es el antimodelo, la negación de un modelo de Estado.
Las propuestas federales merecen un tratamiento mucho más matizado. El federal es, en efecto, el modelo por excelencia en los Estados con una intensa descentralización del poder. Su huella está presente en nuestra Constitución. Las diversas variantes de este modelo y las transformaciones que ha experimentado –casi siempre hacia el fortalecimiento de las instancias federales sobre los estados miembros– ofrecen precedentes ilustrativos y nos alertan frente a derivas desestabilizadoras que han tenido que afrontar los principales modelos federales, desde Estados Unidos a Alemania pasando por Canadá. Lo que ocurre es que el federalismo en España, en la política –no en su cultivo académico–, es un slogan del Partido Socialista que requiere de mucha imaginación. Hay que tener mucha imaginación para adivinar por qué los nacionalistas considerarían satisfechas sus exigencias con un modelo federal. La misma imaginación que hay que emplear para saber cómo se compatibilizaría el carácter esencialmente igualitario del federalismo con el reconocimiento de singularidades territoriales en medida superior a las ya vigentes o en qué posición quedarían los estatutos de autonomía si la atribución de competencias se hace directamente por la Constitución, o cómo se haría aún más rígido el procedimiento de reforma constitucional, al tener que dar entrada en él a los ‘Estados’ resultantes de la transformación federal. No, no es una caricatura. Son cuestiones centrales para una eventual revisión del modelo del Estado que siguen sin respuesta. Es muy llamativo que dos de los tres episodios de desestabilización del modelo autonómico hasta la fecha hayan estado protagonizados por el Partido Socialista alegando motivos exactamente antagónicos. Si en Andalucía el PSOE forzó el acceso rápido a la autonomía ‘de primera’ por razones de igualdad, en Cataluña los socialistas forzaron el nuevo Estatuto para ser diferentes. La mejor contribución del Partido Socialista al futuro del Estado, más que el federalismo incógnito sería la coherencia. Si el propósito –que muchos compartimos– es el de evitar los riesgos de desestabilización del modelo de Estado, se puede conseguir dentro de éste en vez de recurrir a un proceso constituyente de un enorme coste y de dudosa rentabilidad. Mientras se habla de federalismo, reaparece la idea de una nueva disposición adicional en la Constitución que, a semejanza de la que «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales», reconozca la singularidad de Cataluña y ‘blinde’ sus poderes en materia lingüística y cultural abriendo el terreno, también, a un tratamiento fiscal cercano al concierto económico. Como observaba un buen amigo, es sorprendente que tengamos una Constitución de 169 artículos y se siga creyendo que los problemas políticos serios se resuelven con una disposición adicional. En Canadá la idea de declarar a Quebec como ‘distinct society’, como sociedad dferenciada, también se presentó en su momento como el instrumento político de reconocimiento que podría extinguir las tensiones soberanistas. Años de negociación y de propuestas diversas, terminaron en fracaso. Abrir otra vez la puerta para la penetración historicista y romántica en la racionalidad constitucional con la esperanza de que así se resolvería el problema catalán es una expresión de simple voluntarismo. La lectura de la historia que hace el nacionalismo no es en absoluto ese terreno firme sobre el que construir con garantías instituciones constitucionales. Puede ser funcional y útil –como el caso del concierto económico que es un transgénico canovista de la foralidad–, pero no es la solución universal. No lo es, tanto si esa disposición adicional se hiciera explícita, con la consiguiente reforma de la Constitución, como si tampoco se forzara una mutación constitucional –es decir una modificación del texto constitucional por la vía de hecho– mediante un acuerdo político que todos los actores se comprometieran a no enmendar. Eso, en el fondo, era lo que se pretendía cuando se ponía en duda la legitimidad del Tribunal Constitucional para revisar el Estatuto catalán. Y no es eso. La Constitución hay que cumplirla también cuando se quiere reformar.