Argos

ABC 29/01/14
DAVID GISTAU

· El comportamiento de los descontentos del PP, ya se trate de militantes o de votantes, constituye casi una excentricidad

Francisco Umbral tenía apego a una imagen con la que solía referirse a los procesos de mutación interna de los partidos políticos, que a menudo son meramente retóricos. Hablaba de la nave Argos que se renueva para seguir siendo la misma. La comparación tenía un matiz demasiado generoso en lo que concierne a los materiales humanos. A diferencia de lo que puede decirse de los méritos gregarios que funcionan para progresar en los partidos, la tripulación del Argos estaba compuesta por una selección de héroes mitológicos y semidioses, dueño cada uno de una reputación singular. Incluido Hércules, o Heracles, quien por cierto, al menos en la versión de Graves de los argonautas, era abandonado por sus compañeros por lo mucho que estos temían su temperamento. En todo caso, lo que Umbral hizo fue referirse de otra manera al tópico de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.

De admitirle a Rajoy el control de ciertos acontecimientos internos que le atribuyen sus devotos, incluida la decisión de ir abandonando en islas desiertas los temperamentos demasiado fuertes, resultaría que el marianismo está inmerso en su segundo proceso lampedusiano. El primero ocurrió después de la derrota de 2008, cuando Rajoy purgó el aznarismo consintiendo apenas un solo superviviente de aquella generación: él mismo. Fue la extirpación de un personalismo fundacional que ahora termina de dispersarse con la salida de Mayor Oreja y con el enojo crónico de Aznar, quien, si quisiera seguir sintiéndose un político en activo, en vez de un pedazo de historia con voluntad vigilante, ya sólo podría pasarse a Vox para volver a empezar como en los cien días de Bonaparte. No en vano, el discurso de Valladolid que ya no le escucharemos probablemente habría sido más propio de las nuevas marcas escindidas. No tanto de esta consagración marianista de la que saldrá un partido más liviano en cuanto a la osamenta moral pero francamente paquidérmico en su concepción estatalista, que influye en una política fiscal que no deja margen de asfixia a las clases medias para cuando vuelva a gobernar la socialdemocracia.

Por el contrario, de no admitirle a Rajoy el control de los acontecimientos, por más que el PNV le elogia cómo se libra de la «carcundia», y por más que la izquierda abertzale aprueba el modo en que el PP vasco aplana ciertos ámbitos contestatarios de las víctimas, estaríamos ante un espectáculo insólito para los parámetros más o menos asumidos de la vida pública: el de un partido que se rompe por dentro por razones relacionadas con los principios aun cuando posee una cuota gigantesca de poder. La experiencia de Zapatero en el PSOE, por ejemplo, demostraba que el líder más nocivo sólo recibe reproches procedentes de sus propias filas cuando ha dejado de proveer poder. En este sentido, el comportamiento de los descontentos del PP, ya se trate de militantes o de votantes, constituye casi una excentricidad. No le han aceptado a Rajoy el monotema de la emergencia económica en el que el presidente está enfrascado. No le han perdonado incumplimientos de promesas electorales ni aun cuando éstas fueron justificadas con pretextos apocalípticos. No le han consentido el abandono de posiciones morales que fueron importantes mientras sirvieron para hacer oposición y que ahora no son sustituidas por nada que trascienda la reiterativa apelación al rescate evitado. El PP se rompe por dentro mientras manda. Y Rajoy sólo puede tratar de cultivar la impresión de que ocurre porque quiere, porque está renovando la nave Argos de Umbral.