EL PAÍS 21/05/15
ENRIQUE KRAUZE
· Parecería impensable que, en un vuelco paradójico de la historia, España opte ahora por un modelo arcaico que en Iberoamérica está por caducar. Es mucho lo que la Transición logró: democracia, Estado de derecho
El populismo ha sido un mal endémico de América Latina. El líder populista arenga al pueblo contra el “no pueblo”, anuncia el amanecer de la historia, promete el cielo en la tierra. Cuando llega al poder, micrófono en mano decreta la verdad oficial, desquicia la economía, azuza el odio de clases, mantiene a las masas en continua movilización, desdeña los parlamentos, manipula las elecciones, acota las libertades. Su método es tan antiguo como los demagogos griegos: “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar… las revoluciones en las democracias… son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. El ciclo se cerraba cuando las élites se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la tiranía (Aristóteles, Política V). En América Latina, los demagogos llegan al poder, usurpan (desvirtúan, manipulan, compran) la voluntad popular e instauran la tiranía.
Esto es lo que ha pasado en Venezuela, cuyo Gobierno populista inspiró (y en algún caso financió) a dirigentes de Podemos. Se diría que la tragedia de ese país (que ocurre ante nuestros ojos) bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo, pero la sensatez no es una virtud que se reparta democráticamente. Por eso, la cuestión que ha desvelado a los demócratas de este lado del Atlántico se ha vuelto pertinente para España: ¿por qué nuestra América ha sido tan proclive al populismo?
La mejor respuesta la dio un sabio historiador estadounidense llamado Richard M. Morse en su libro El espejo de Próspero (1978). En Iberoamérica —explicó— subyacen y convergen dos legitimidades premodernas: el culto popular a la personalidad carismática y un concepto corporativo y casi místico del Estado como una entidad que encarna la soberanía popular por encima de las conciencias individuales. En ese hallazgo arqueológico está el origen remoto de nuestro populismo.
El derrumbe definitivo del edificio imperial español en la tercera década del siglo XIX —aduce Morse— dejó en los antiguos dominios un vacío de legitimidad. El poder central se disgregó regionalmente fortaleciendo a los caudillos sobrevivientes de las guerras de independencia, personajes a quienes el pueblo seguía instintivamente y que parecían surgidos de los Discursos de Maquiavelo: José Antonio Páez en Venezuela, Facundo Quiroga en Argentina o Antonio López de Santa Anna en México. (Según Octavio Paz, el verdadero arquetipo era el caudillo hispano árabe del medioevo).
Pero la legitimidad carismática pura no podía sostenerse. El propio Maquiavelo reconoce la necesidad de que el príncipe se rija por “leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”. Según Morse, nuestros países encontraron esa fuente complementaria de legitimidad en la tradición del Estado patrimonial español que acababan de desplazar. Si bien las Constituciones que adoptaron se inspiraban en las de Francia y EE UU, los regímenes que se crearon correspondían más bien a la doctrina política neotomista formulada (entre otros) por el gran teólogo jesuita Francisco Suárez (1548-1617).
La tradición neotomista —explicó Morse— ha sido el sustrato más profundo de la cultura política en Iberoamérica. Su origen está en el Pactum Translationis: Dios otorga la soberanía al pueblo, pero este, a su vez, la enajena absolutamente (no sólo la delega) al monarca. De ahí se desprende un concepto paternal de la política, y la idea del Estado como una arquitectura orgánica y corporativa, un “cuerpo místico” cuya cabeza corresponde a la de un padre que ejerce a plenitud y sin cortapisas la “potestad dominadora” sobre el pueblo que lo acata y aclama. Este diseño tuvo aspectos positivos, como la incorporación de los pueblos indígenas, pero creó costumbres y mentalidades ajenas a las libertades y derechos de los individuos.
Varios casos avalan esta interpretación patriarcal de la cultura política iberoamericana en el siglo XIX: el último Simón Bolívar (el de la Constitución de Bolivia y la presidencia vitalicia), Diego Portales en Chile (un republicano forzado a emplear métodos monárquicos) y Porfirio Díaz en México (un monarca con ropajes republicanos). Y este paradigma siguió vigente durante casi todo el siglo XX, pero adoptando formas y contenidos populistas. En 1987, Morse escribía: “Hoy día es casi tan cierto como en tiempos coloniales que en Latinoamérica se considera que el grueso de la sociedad está compuesto de partes que se relacionan a través de un centro patrimonial y no directamente entre sí. El Gobierno nacional funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas”.
En el siglo XX, inspirado en el fascismo italiano y su control mediático de las masas, el caudillismo patriarcal se volvió populismo. Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, algunos presidentes del PRI en México se ajustan a esta definición. El caso de Hugo Chávez (y sus satélites) puede entenderse mejor con la clave de Morse: un líder carismático jura redimir al pueblo, gana las elecciones, se apropia del aparato corporativo, burocrático, productivo (y represivo) del Estado, cancela la división de poderes, ahoga las libertades e irremisiblemente instaura una dictadura.
Algunos países iberoamericanos lograron construir una tercera legitimidad, la de un régimen respetuoso de la división de poderes, las leyes y las libertades individuales: Uruguay, Chile, Costa Rica, en menor medida Colombia y Argentina (hasta 1931). Al mismo tiempo, varias figuras políticas e intelectuales del XIX buscaron cimentar un orden democrático: Sarmiento en Argentina, Andrés Bello y Balmaceda en Chile, la generación liberal de la Reforma en México. A lo largo del siglo XX, nunca faltaron pensadores y políticos que intentaron consolidar la democracia aun en los países más caudillistas o dictatoriales (el ejemplo más ilustre fue el venezolano Rómulo Betancourt). Y en los albores del siglo XXI siguen resonando voces liberales opuestas al mesianismo político y al estatismo (Mario Vargas Llosa en primer lugar).
Esta tendencia democrática (liberal o socialdemócrata) está ganando la batalla en Iberoamérica. El populismo persiste sólo por la fuerza, no por la convicción. La región avanza en la dirección moderna, la misma que aprendió hace casi cuarenta años gracias a la ejemplar Transición española. Parecería impensable que, en un vuelco paradójico de la historia, España opte ahora por un modelo arcaico que en estas tierras está por caducar. A pesar de los muchos errores y desmesuras, es mucho lo que España ha hecho bien: después de la Guerra Civil y la dictadura, y en un marco de reconciliación y tolerancia, conquistó la democracia, construyó un Estado de derecho, un régimen parlamentario, una admirable cultura cívica, una considerable modernidad económica, amplias libertades sociales e individuales. Y doblegó al terrorismo. Por todo ello, un gobierno populista en España sería más que un anacronismo arqueológico: sería un suicidio.
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.