Jon Juaristi-ABC
La Historia borró piadosamente la figura de Arzalluz mucho antes de su muerte
AL tener noticia del fallecimiento de Xabier Arzalluz me acordé de lo que escribió Stefan Zweig a las pocas horas del asesinato de Walther Rathenau, el día de San Juan de 1922: «Las aguas del tiempo fluyen demasiado rápidas en nuestros días agitados como para reflejar plásticamente a los personajes: el hoy nada sabe ya del ayer y como sombras se desvanecen las figuras a las que una fugaz voluntad de tiempo llama a un poder fugaz». Zweig pensaba que Rathenau, ministro de Exteriores de la República de Weimar y la más brillante figura intelectual de la Alemania derrotada en la Gran Guerra, se iba a librar de esta norma universal del olvido que parecía haberse impuesto para siempre en la Europa del siglo XX. «Rathenau –escribió– se encuentra en el recuerdo más imborrable de la historia alemana, y su ausencia está sensiblemente más viva que la presencia impersonal de sus sucesores». Vano voluntarismo. A Rathenau lo recordaría Ortega en «La rebelión de las masas», un best seller filosófico publicado en 1930. A partir de esa fecha, la torrencialidad del río de la Historia borró todo reflejo de Rathenau.
Uno de los miembros de la banda terrorista que acabó con la vida de Rathenau fue el escritor Ernst von Salomon, sin ancestros judíos a pesar de su apellido (al contrario que Rathenau). Casado con una judía, Von Salomon nunca fue nazi, pero participó muy activamente en aquella especie de ETA germánica surgida de los «cuerpos francos» que allanaría el camino a Hitler. Eran otros tiempos. Comparar el de la España que Arzalluz conoció con el de la Europa de entreguerras resultaría abusivo, sin duda, aunque no ridículo. Arzalluz no militó, como Von Salomon, en una banda terrorista, pero su visión del mundo no difería mucho de la de este y sus compañeros. Para empezar, creía en la existencia de las razas y en la posibilidad de clasificar racialmente a la humanidad, aunque luego, para poner ejemplos, terminase hablando de suecos y zulúes, categorías estas que no tienen que ver con lo racial ni racista. Reconoció que su sangre no era del grupo cero con RH negativo, pero eso sólo después de haber sostenido con toda seriedad que los vascos son cromañones y donantes universales. El poeta bilbaíno Gabriel Aresti, cuyo grupo sanguíneo era cero negativo, había escrito varias rechiflas al respecto, incluso una en castellano a lo Gabriel Celaya: «Tengo la sangre revasca,/ universal negativa/ y si eso tiene importancia/ tomaré una lavativa». Arzalluz nunca leyó a su coetáneo Aresti.
Conocí a Arzalluz allá por el sesenta y siete. Enseñaba algo en la Universidad de Deusto y publicaba una revista ciclostilada, «Bixikera», llena de abstrusas elucubraciones abertzales más o menos basadas en Herder y en las delirantes teorías del escultor Jorge de Oteiza. Por entonces pensó en entrar en ETA, pero decidió no hacerlo tras una larga conversación con uno de los dirigentes de la banda, después famoso periodista. Ingresó poco después en el PNV (no sé exactamente en que fecha). Los etarras de los años sesenta sostenían que tanto el PNV como ETA eran indispensables para el pueblo vasco, como, según «Éxodo», la película de Otto Preminger (1960), lo habían sido la Haganah y el Irgum para el nacimiento del Estado de Israel. Para su desgracia, pero, sobre todo, para la de mucha más gente, Xabier Arzalluz seguía pensando de esa misma manera muchos años después, cuando ya había obtenido el poder fugaz al que lo llamó su fugaz voluntad de tiempo. Alguien debe sacudir el árbol, decía, para que otros recojan las nueces. Las aguas torrenciales de la Historia fueron piadosas con él y borraron su figura mucho antes de su muerte.