Rubén Amón-El Confidencial
- La vergüenza de forzarlo a firmar los indultos a los artífices del ‘procés’ se añade a la elocuencia con que lo ha apartado de cualquier protagonismo en la crisis ceutí
No está claro que Leonor vaya a ser la reina de España cuando sobrevenga la utopía de 2050; entre otras razones, porque Sánchez parece dispuesto a deteriorar la credibilidad de la jefatura del Estado y a convertir el linaje de Felipe VI en una figura de cera, en una incomodidad gregaria.
Lo demuestra el papel al que ha sido rebajado el monarca en las crisis territoriales de Cataluña y de Ceuta. Sánchez no ha querido recurrir a la capacidad mediadora de Felipe VI pese a las relaciones personales entre alauíes y Borbones, pero sí está dispuesto a convertir la firma del Rey en la medida de gracia que libera de la cárcel a los artífices de la sedición.
No cabe expresión más humillante de la formalidad con que se degrada al monarca y con que se desautoriza el discurso del 3 de octubre. Correspondió entonces a Felipe VI el trance de proteger la Constitución frente a quienes la violentaron. Y ahora le corresponde abdicar de su propio discurso y prestarse a las obligaciones que conlleva el indulto gubernamental.
Pedro Sánchez mira hacia 2050 con los espejos retrovisores en 1977
Ya se ha puesto en marcha el aparato de propaganda de Moncloa para convertir semejante aberración en una expresión dialogante y en un reflejo de la audacia que supuso la legalización del PCE. Pedro Sánchez mira hacia 2050 con los espejos retrovisores en 1977. Y aspira a convertirse en el timonel benefactor de una nueva transición, naturalmente al precio de degradar la Corona, zarandear el Estado de derecho, rectificar una sentencia ejemplar del Supremo y garantizarse la delicada mayoría parlamentaria en el ecuador mismo de la legislatura.
Se reproduce o se recrudece la subordinación del interés de la nación a la conveniencia de los planes particulares. Y es verdad que los indultos representan una medida antipopular y hasta inadmisible para los votantes socialistas, pero ya se ocupará Iván Redondo de masajear a la opinión pública y de inocularle las necesarias dosis de amnesia. Las elecciones generales están lejos. Y la apropiación de la memoria de Suárez aspira a engendrar la vanagloria de los grandes consensos.
“Desinflamar”. “La hora de la política”. “Luces largas”. “Altura de miras”. Esta clase de expresiones oportunistas connota un discurso falaz que degrada la credibilidad del Estado. La injerencia del Ejecutivo perdonando delitos de sedición y de malversación —¡13 años de cárcel!— desautoriza al Supremo, insulta a Felipe VI y ni siquiera garantiza el sosiego de los partidos soberanistas catalanes. No solo porque exigen la amnistía, sino porque el planteamiento maximalista que ilustró el discurso de investidura de Pere Aragonès —mesa de partidos, referéndum pactado, autodeterminación, proclamación republicana— demuestra que la magnanimidad del indulto —así la describió Illa— representa un placebo insignificante.
El nacionalismo es insaciable. Bien lo supo Aznar cuando empezó a administrar a los compadres ‘indepes’ la dieta proteica que ha ido convirtiéndolos en monstruitos. Y bien lo sabe Sánchez, cuya estabilidad política requiere someterse al chantaje de ERC y a la coacción de los 13 diputados que maneja Gabriel Rufián con la disciplina bipolar de la ducha escocesa.
Les sabe a poco el indulto, pero también los incita a salivar y sentirse feroces. La medida de gracia deteriora extraordinariamente la reputación de la Corona. Y convierte a Felipe VI en un aliado instrumental de la causa soberanista, hasta el extremo de obligarle a enterrar entre las cenizas el discurso del 3 de octubre. Sánchez ha expuesto en carne viva la monarquía.
Tampoco le ha parecido a Sánchez que la crisis ceutí permitiera conceder sentido geopolítico, simbólico y práctico a Felipe VI
Y no solo por forzar al Rey a una medida de indulgencia que implica la canonización de los malhechores de la sedición, sino porque la crisis ceutí tampoco le ha parecido al presidente del Gobierno una situación de emergencia razonable que permitiera explorar la mediación de Felipe VI y conceder sentido geopolítico, simbólico y práctico a la jefatura del Estado.
Podría haber sido útil Felipe VI. Y haber expuesto el interés de una figura ‘super partes’ en defensa de los intereses de la nación, más todavía conociéndose el predicamento y la amistad de su linaje en la satrapía de Mohamed VI. Sánchez ha decidido congelar al Rey. Y descongelarlo, en cambio, para ponerle delante de la pluma el documento que saca de la cárcel a Junqueras. Al Rey no se le utiliza cuando hace realmente falta. Y se abusa de él cuando debería ser innecesario.
Por eso puede hablarse de un tratamiento humillante. Y de una estrategia temeraria que socava los contrapoderes y los equilibrios institucionales. La prueba más evidente de una agresión a la separación de poderes consiste en rectificar una sentencia que se emite en el tribunal de más rango y que golpea, de carambola, la razón de ser de la monarquía.