Mi deplorable condición de venezolano me hace prestar atención a la política española a través del cristal roto del chavismo. Manía en la que también incurren todos los partidos de derecha, tanto en España como en América Latina, durante las campañas presidenciales, para asustar al electorado y, sobre todo, zanjar cualquier debate.
Esta especie de reductio ad Chaverum (perdonen el improvisado latinajo) es un bumerán que, al intentar descabezar al oponente, suele regresar con idéntica fuerza contra quien lo arroja. Yo soy consciente de esto. Sin embargo, como dijo aquel personaje de Ricardo Piglia, «también los paranoicos tienen enemigos».
Cuando veo el sostenido trabajo de Pedro Sánchez para demoler las bases de la democracia española, no puedo evitar reconocer el made in Venezuela de su estrategia.
Por fortuna, ya Carlos Granés le dedicó un libro a este asunto. En Salvajes de una nueva época, el ensayista colombiano estudió el fenómeno de figuras como Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón, que buscaron en los movimientos de izquierda más populistas y antidemocráticos de América Latina la inspiración para renovar la política española.
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El problema en el análisis ha sido prestarle más atención a los tres chiflados podemitas y no a quien, de hecho, los ha apartado del camino. El presidente del Gobierno no ha necesitado viajar a Venezuela, Ecuador o Bolivia para empaparse en los nuevos métodos de perpetuación en el poder. Le ha bastado, tal y como ya hizo con su tesis doctoral, plagiar el trabajo de campo de los fundadores de Podemos y ejecutarlo él, sin despeinarse y con su sonrisa perfecta.
Ha sido tan hábil que incluso llegó a engañarme a mí, que vengo del futuro. Cuando Pablo Iglesias dejó su viceministerio, pensé que el mayor peligro había pasado. Luego, al ver el desastre de la gestión de Irene Montero, creí que el verdadero peligro era ella. Ahora, como en una mala película de intriga, tengo claro que el mayor peligro ha estado ahí desde el principio, a la vista de todos.
Quien sí supo calar al personaje fue Arturo Pérez-Reverte. «Es un killer«, dijo en una entrevista de 2020. «Los ha matado a todos. Y a los que no ha matado, los va a matar». Se refería al presidente y sus adversarios políticos. Consumada la matanza, ahora le toca al Estado de derecho.
No conforme con querer borrar el delito de sedición, esta semana Pedro Sánchez ha designado como magistrados para el Tribunal Constitucional a su exministro de justicia, Juan Carlos Campo, quien firmó el indulto a los independentistas catalanes, y a Laura Díez, quien fuera su mano derecha o, más bien, entrenadora de yoga en aquello de hacer genuflexiones al autonomismo catalán.
Quien haya seguido de cerca la historia reciente de Venezuela sabe que Hugo Chávez asestó el golpe de Estado contra la democracia venezolana en mayo de 2004, cuando a través de varias maniobras leguleyas se hizo con el control absoluto del Tribunal Supremo de Justicia. Fue la violación más flagrante a la independencia de los poderes. El resto es historia.
Antes de Chávez, ya había hecho lo mismo Alberto Fujimori en el Perú. Ambos mandatarios fueron pioneros en pervertir los mecanismos constitucionales para instaurar sus respectivas dictaduras, sin necesidades de tanquetas ni rebeliones. Esto ya lo han explicado a profundidad Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra Cómo mueren las democracias. Un libro que todos deberíamos leer a manera de una quizás tardía advertencia.
Pedro Sánchez, estoy seguro, ya lo ha leído. Es su manual de instrucciones.