Rubén Amón-El Confidencial

  • Las cifras desproporcionadas de muertos, la caída del PIB, el aislamiento internacional, la farsa de la “operación relámpago” y las medidas represivas demuestran que el zar hace más daño a su país

A la guerra no se le podía llamar guerra hace un año. Se trataba, acaso, de una operación relámpago cuyo desenlace se resolvería con un paseíllo triunfal de la soldadesca rusa en la plaza de la libertad de Kiev. 

Han fracasado los planes de Putin, hasta el extremo de que el primer aniversario del conflicto traslada la impresión de que el Vladímir ha declarado la guerra no a Ucrania, sino a la propia Rusia, expuesta como está a un régimen depresivo de economía y de libertades al que se añade la estadística de los soldados muertos. ¿100.000? ¿200.000?

Putin dice que fue Occidente quien comenzó la guerra

Las cifras representan un enigma porque Putin no puede permitirse aceptar un balance siniestro. Los primeros muertos fueron héroes, como ocurre en todas las guerras, mientras que los últimos forman parte de una estadística encubierta e inaceptable que distorsiona la propaganda de la victoria y que socava la moral de los compatriotas un año después de la ofensiva. 

Ofensiva… y retroceso, pues sucede que el zar subestimó la resistencia ucraniana y tampoco tuvo en consideración los recursos económicos, militares y geopolíticos que Occidente iba a proporcionar a Zelenski. 

El zar subestimó la resistencia ucraniana y tampoco tuvo en consideración los recursos económicos y militares que Occidente da a Zelenski 

Ha recuperado Ucrania el 40% del territorio ocupado por Putin. Y se ha prolongado la guerra en un escenario convencional —tanques, infantería— que arriesga cronificarse pese al mensaje triunfalista que Vladímir concedió a las Cámaras en su discurso desquiciado del pasado martes. 

Necesitaba el zar reaccionar a la visita paracaidista que hizo Joe Biden en Kiev. Y prometer a su pueblo un escenario de victoria que desmienten los hechos y las trincheras, pese a la bravuconada de la “ofensiva final”. 

Putin inició la guerra con el pretexto de que Ucrania aspiraba a convertirse en el satélite de la OTAN y con la misión de proteger los territorios rusófilos, pero la fallida operación relámpago tanto ha servido para reforzar la Alianza —la adhesión de Suecia y Finlandia— como para estimular la implicación de la UE en la estrategia militar y en la acogida ejemplar de refugiados con un desembolso que ronda los 60.000 millones de euros.

Putin ha declarado la guerra a Rusia. Lo demuestran la caída del PIB —2,2%—, los datos del déficit y de la deuda entre enero del 22 y enero del 23, el empobrecimiento de los compatriotas, el aislamiento internacional y las iniciativas legislativas que han mermado la libertad de prensa y todas las libertades, así como el exterminio de la oposición y la proliferación de medidas represoras. Es verdad que el desgaste de la guerra no ha precipitado brechas flagrantes en el oficialismo y que el régimen ha reforzado la delación y el espionaje, pero las ocasionales manifestaciones, las disidencias y los sacrificios de la cúpula militar sobrentienden que a Putin también se le puede encasquillar la guerra desde dentro, especialmente si el incremento de soldados muertos precipita una esquela insoportable y si la prolongación del conflicto delata las miserias de un ejército inoperativo. 

Todavía se antoja lejano el escenario de la impopularidad de Putin en Rusia o el desfallecimiento del estado de propaganda que él mismo ha inducido. No van a conmoverle los funerales ni los duelos familiares. De otro modo, el presidente ruso no habría aprovechado la reciente visita a Volgogrado para enfatizar la resistencia y el sacrificio del pueblo. Se trataba de evocar a los mártires de Stalingrado —la denominación antigua de la ciudad— y de convertir la batalla sangrienta de 1942-1943 en la alegoría premonitoria de la crisis contemporánea. Los nazis de entonces serían ahora los occidentales y los ucranianos, de tal manera que Vladímir Putin predispone los extremos de una inmolación megalómana —y de la ruina económica derivada de un conflicto bélico prolongado—, no ya rehabilitando el nombre de Stalin y sus procedimientos tiránicos, sino recordando que la batalla más cruenta y cruel de la historia se cobró dos millones de muertos.

Porque el presidente ruso sobrepasa todos los estándares de crueldad y de ferocidad, que serían inconcebibles en una democracia aseada. Lo prueban los crímenes de guerra y la incursión de los paramilitares y mercenarios con el uniforme Wagner. Y lo acredita la brutalidad de las campañas militares en Chechenia, Osetia o Siria, más allá de la capacidad intimidatoria que implica el arsenal nuclear. 

La asimetría del conflicto ucraniano se añade a los graves errores de la estrategia occidental. Recordaba Borrell hace unos días que tanto sobraban los aplausos a Zelenski como hacían falta más armas y más recursos económicos. De hecho, la oposición internacional al zar hubiera sido más próspera y eficaz de haberse aplicado las sanciones con más rigor y de haberse planteado un verdadero cordón al chantaje energético de Rusia. 

El presidente ruso sobrepasa todos los estándares de crueldad y de ferocidad, que serían inconcebibles en una democracia aseada 

Putin ha encontrado aliados internacionales de envergadura —China, en cabeza de todos—, ha logrado relaciones ambiguas con Turquía —socio capital de la OTAN— y ha estimulado la economía nacional gracias a contramedidas de probada eficacia, especialmente por la estabilidad del sistema bancario, el aumento compensatorio de los precios de los hidrocarburos, las exportaciones a Asia y el vínculo geoestratégico con Beijing.

Es China el Estado garante del putinismo. Y no solo por la capacidad desestabilizadora del régimen chino, sino porque la gran duda y la gran amenaza que caracterizan el jalón del primer aniversario de la guerra de Ucrania consiste en la implicación militar de Xi Jinping. China colaboraría desde fuera con recursos armamentísticos igual que lo hace la OTAN. 

El hipotético salto cualitativo introduce suspense y pesimismo a la resolución del conflicto. Cuesta trabajo creer que Putin vaya a capitular o reconsiderar las dimensiones de la invasión. Dice el opositor Navalny que a Rusia le espera un porvenir maravilloso después de la caída del zar. El problema es que el zar le ha declarado la guerra a su propia nación. Y que aludiendo a la dimensión “invencible” de Rusia, pretende resolver la guerra de Ucrania con otra de las catastróficas victorias que caracterizan la tragedia nacional por los siglos de los siglos.