Llámenme egomaníaco, pero no he leído todavía una línea producida por una inteligencia artificial (IA) que pudiera haber sido escrita por mí. De hecho, y a la vista de la corrección política con la que esas IA han sido alimentadas, no existe manera más segura de confirmar que el autor de un texto es humano que leer en él «Cataluña no es una nación», «el sexo no se elige» o «los impuestos son un robo».
Sí imagino a una IA escribiendo cosas como «los catalanes son diferentes a los españoles», «las mujeres trans tienen derecho a acceder a los servicios de ginecología» o «subir los impuestos garantiza el progreso de la sociedad».
De hecho, no es que me lo imagine. Es que lo hace.
A la vista de la respuesta de ChatGPT a mi pregunta, queda claro que la IA no imita todavía correctamente la inteligencia humana. Eso sí, al progresista medio lo niquela. Para los editoriales de la prensa de izquierdas, en resumen, va sobrada. Pero replicar de forma convincente el librepensamiento todavía le queda lejos.
Es llamativo también que la IA haya logrado replicar más rápidamente las supersticiones ideológicas de moda que el pensamiento racional y científico. Tratándose de un robot, uno tendería a pensar lo contrario. Pero se ve que han empezado por lo fácil.
Y de ahí que la fascinación que ha provocado ChatGPT me parezca el único argumento a favor de la tesis de que esos pésimos recicladores de Google que llamamos IA conseguirán algún día imitar convincentemente la estupidez humana, que es el formato de inteligencia dominante en la actualidad.
Y ese sería un gran avance en sí mismo ya que el 90% de lo que se publica hoy negro sobre blanco es una insondable y colosal sandez. Tampoco se notará tanto la diferencia si el autor es una IA.
La respuesta a la pregunta de si los humanos seremos sustituidos algún día por una IA es fácil. Si te engaña el trampantojo chapucero de inteligencia que producen las IA, eres candidato a ser sustituido por una IA.
Un detalle más. Que tantos periodistas anden ahora vendiendo la idea de que la IA acabará con el periodismo sólo confirma que, como sospechábamos tantos, su trabajo se limita a reciclar los lugares comunes pergeñados por otros. Incluidos los científicos, que de esos también haylos.
Y para hacer eso, con una IA basta, desde luego.
Hay un segundo detector infalible de IA. A diferencia de lo que ocurre hoy con cualquier escolarizado a partir del año 2000, las IA no suelen hacer faltas de ortografía. Paradójicamente, de nuevo, la conversión del sistema educativo en una fábrica de ignorantes acabará convirtiéndose en el sello de denominación de origen de la inteligencia humana. Si escribe como un bonobo, será humano. Y si escribe como un humano, será una IA.
La pregunta es quién quedará en el futuro para distinguir ambos, claro.
Tercer detector infalible de IA. El sentido del humor.
Lo explica el filósofo Daniel Dennett. El sentido del humor es un estímulo supranormal, el «chantaje» con el que la evolución nos engaña para que «depuremos» la información que llega a nuestro cerebro y que, en buena parte, resulta ser inútil, o redundante, o defectuosa, o engañosa. Y por eso Dennett lo equipara con la masturbación.
Pero el proceso de autodepuración de una IA es mecánico y más similar al de un programa de tratamiento de la voz que elimina las notas desafinadas que al proceso de depuración de un cerebro humano.
Así que las IA no tienen ni tendrán jamás sentido del humor. Y no sólo porque hayan sido diseñadas de acuerdo con las creencias irracionales de los humanos con menos sentido del humor sobre la faz de la Tierra (los inadaptados emocionales de Silicon Valley), sino porque su objetivo evolutivo no es, como en el caso de los humanos, optimizar las posibilidades de replicarse eficazmente, sino «imitar» la inteligencia de un hombre.
Cuarto y último detector de IA. La IA es profundamente tediosa. Es imposible no bostezar de aburrimiento tras unos minutos jugando con ella cuando su incentivo debería ser, precisamente, el de mantener a los usuarios enganchados el máximo tiempo posible para refinar su proceso de pensamiento. En este sentido, Twitter, Instagram o TikTok han resultado ser infinitamente más inteligentes que la IA.
En Blade Runner 2049, la película de Denis Villeneuve secuela del Blade Runner de 1982, los ciudadanos pueden comprar «novias» virtuales, en realidad IA en forma de holograma. Esas «novias» son todas iguales, como cualquier otro producto comercial, aunque el usuario puede personalizarlas con mejoras que se pagan a precios astronómicos.
Joe, el protagonista de Blade Runner 2049, un replicante humanoide programado para obedecer y que imita casi a la perfección a los seres humanos salvo por su presunta carencia de emociones, tiene una de esas novias, Joi. Joe se identifica con Joi, pues ambos son «creaciones» del hombre, no seres «naturales». En cuanto a Joi, la película deja en el aire si su aparente «conexión» con Joe es real o fruto de su programación.
Cuando Joi es destruida, Joe deambula por las calles de Los Angeles frente a los anuncios holográficos que le ofrecen comprar una nueva Joi. Esa nueva Joi sería virtualmente idéntica a la Joi original. Pero el vínculo emocional que Joe ha forjado con ella le impide sustituirla por una réplica de la original.
Villeneuve nos está diciendo que la identidad de los demás no es algo ajeno e independiente de nosotros, sino interno. Es el vínculo que forjamos con algo o alguien lo que lo dota de identidad, no el hecho de que la tenga o la finja.
Y por eso la IA no será jamás percibida como una inteligencia humana por un ser humano. Porque su condición de «inteligente» no dependerá jamás de lo que ella logre hacer, sino de lo que nosotros logremos sentir por ella.
Antes evolucionará el ser humano para ser capaz de empatizar, incluso en un sentido romántico, con una «cosa» (pues eso es la IA) que una IA capaz de imitar convincentemente la inteligencia humana. Aunque para eso también harán falta decenas de miles de años.