Álvaro Delgado-Gal, ABC, 30/5/12
«La política está bloqueada porque los ciudadanos insisten en pedir lo que ya no se les puede dar: bienes a cambio de votos. Esto es una tragedia para el Estado del bienestar, y es, además, una tragedia específicamente socialdemócrata»
SE está insinuando un posible quebranto europeo, de alcance e intensidad aún desconocidos. El caso de Grecia no exige comentarios. Sobre la evolución de Hollande, y la compatibilidad entre este y una Merkel marchitada, recibiremos pronto noticias sabrosas. Se sigue menos en España del caso italiano, tan importante como el francés, y, por razones obvias, más importante que el griego. Entre el 6 y el 7 de mayo, a la vez que se producía en Francia el desalojo de Sarkozy y los griegos enseñaban la tarjeta roja a los partidos convencionales, el 20% de la población italiana acudió a votar en unas elecciones comunales. El resultado ha sido un desplome dramático del centro-derecha sin crecimiento complementario del centro-izquierda, un avance de la extrema izquierda y un éxito escandaloso —cifras de dos dígitos— de los candidatos de Beppo Grillo, un tipo con un cincuenta por ciento de humorista profesional y el otro cincuenta por ciento de bloguero. Angelino Alfaro, secretario del Polo della Libertà, y Perluigi Bersani, jefe del PD, han anunciado, tras hacer balance de las elecciones, que su apoyo a Monti se estudiará según el cómo y el cuándo. ¿Qué pasaría si el Parlamento descabalgara prematuramente al premier? Por supuesto, Italia ingresaría en el caos. Pero también lo haría la Unión Europea, ya que el desmarque italiano supondría una desautorización irreversible de los poderes informales que desde Bruselas —o Berlín— están procurando poner orden, por medio de un procónsul, en las cuentas de la República.
Nos asomamos, en Italia y otros países, a una crisis política cuyo antecedente inmediato es una crisis económica. Constituiría una sandez, no obstante, afirmar que el desarreglo económico ha «causado» un desarreglo en la política. En realidad, la economía ha operado como catalizador de procesos que estaban larvados y como a la espera de que algún hecho magno los activara. Esto no es nuevo en la historia. Al contrario, es viejísimo. El Antiguo Régimen francés no se derrumbó por falta de dinerario; sería más justo afirmar que se vino abajo porque estaba minado por dentro y el apretón fiscal lo expuso a tensiones que no supo aguantar. Otro tanto ocurrió con la República de Weimar. La hiperinflación, por sí misma, no explica el ascenso de Hitler y la caída de las instituciones parlamentarias. Solo después de introducir en el cóctel ingredientes diversos —desde la amenaza bolchevique a la propia endeblez de las tradiciones democráticas alemanas—, lograremos entender por qué un país formidable acabó en manos de un vesánico salido de las alcantarillas. Es lícito trasladar estas reflexiones al caso europeo. El desmadre bancario, los activos tóxicos, la globalización, la burbuja inmobiliaria, están devastando un organismo continental que presentaba signos de agotamiento desde hace muchos años. Un historiador, al hacer la anamnesis de Europa, señalaría cuatro picos o exacerbaciones morbosas. En primer lugar, la mala calidad media de las castas políticas, progresivamente confundidas con las oligarquías económicas. Cabría decir, en términos veterinarios, que la raza da señales de degeneración. Los ciudadanos, por cierto, lo han advertido antes de que estallara la crisis, al menos en España: las encuestas del CIS empezaron a acusar un descenso serio en la calificación de los políticos cuando el nuestro era aún el país de Jauja y los españoles se iban de compras a Nueva York o de vacaciones al Índico. El paro, la pobreza y todo lo demás han estimulado la hostilidad popular, que no es lo mismo que originarla.
En segundo lugar, la política está bloqueada porque los ciudadanos insisten en pedir lo que ya no se les puede dar: bienes a cambio de votos. Esto es una tragedia para el Estado del bienestar, y es, además, una tragedia específicamente socialdemócrata. Al haberse convertido el Estado en una agencia de redistribución, la caída de recursos no solo reduce su eficacia, sino que borra su identidad. Hemos olvidado que la democracia es, ante todo, autogobierno, no una suerte de supermercado gestionado por políticos. La crisis actual, todavía más que una crisis económica, es una crisis constitucional, en el sentido amplio de la palabra.
Atravesamos en tercer lugar, y como en diferido, una profunda crisis cultural. Suele cifrarse el gran punto de inflexión en mayo del 68 y los mores imperantes a partir de entonces. Se trata, evidentemente, de una simplificación periodística. La alegre muchachada que fatigó el pavés parisino durante aquel mes remoto no estaba en situación objetiva de hacer nada importante. El fenómeno es más antiguo: durante la bonanza que sucedió a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra, los valores libertarios se complicaron con los lemas emancipatorios clásicos —igualdad ante la ley, supresión de la pobreza infamante, educación para todos—, y los derechos experimentaron un tirón expansivo y a la vez una metamorfosis. Entre otras cosas, el europeo percibió como un estorbo a su desarrollo individual el cúmulo de deberes que conlleva la paternidad y se abstuvo de tener hijos. La resulta ha sido una sociedad de abuelos en la acepción figurada, que no biológica, del término. Millones de hombres y mujeres sin descendencia reposan, para subsistir, en porcentajes menguantes de la población activa. La Iglesia hace llamadas al Derecho Natural y clama contra la corrupción de las costumbres. Se representa nuestros aprietos a través de las imágenes bíblicas de Sodoma y Gomorra y el fuego justiciero que Dios hizo llover sobre las dos ciudades. Lo que se avecina es menos pintoresco: pensiones retráctiles, y recortes drásticos en sanidad para un personal que la va a necesitar más que nunca.
Añadamos, como cuarta nota, un no excluible naufragio del proyecto europeo y la desestabilización consiguiente de las políticas nacionales, y habremos juntado razones suficientes para no estimar imposible que termine sonando el trueno gordo. No es preciso que les recuerde que los puntos que anteceden solo se pueden enumerar por separado tras un esfuerzo de síntesis altamente artificial. En la práctica, todo se relaciona con todo. La desnaturalización de la democracia ha perjudicado a las finanzas públicas y puesto en riesgo el Estado del bienestar; el mal comportamiento de los políticos ha sido, a la vez, efecto y causa de técnicas de gobierno inspiradas en la explotación irresponsable de recursos generados por terceros; lo que los moralistas denominan «hedonismo» ha agravado el síndrome general; y Europa estaría mejor, aunque el proyecto haya adolecido de carencias serias desde el principio, si las naciones que la componen hubiesen estado, también, mejor. Se aproximan, sí, señores, grandes cambios. Por mucho que lo escrito a lo largo de esta Tercera parezca no abonarlo, creo que la democracia aloja méritos comparativos enormes, y que hay que defenderla. ¿Cómo? Huyendo, como de la peste, de lo que los fascistas llamaban insofferenza, es decir, impaciencia extrema frente a lo que hay. Quede la intemperancia para los simples y los blogueros. Esto, lo repito, va a cambiar, y no debemos permitirnos el lujo de echar los pies por alto o hacer conjuros para que venga un salvador y nos deje de pronto como nuevos. Hay que seguir en pie, mantener el tipo. Muchos abuelos lo son de verdad. No tenemos derecho a legar a nuestros nietos un mundo que nos avergüence.
Álvaro Delgado-Gal, ABC, 30/5/12