Contar bien una historia exige ponerla en su contexto, apresar y mostrar el detalle que revela, desenterrar la verdad debajo de la capa de mentiras y afrontar los riesgos. En todas esas operaciones es ejemplar el reportaje que esta semana nos ofreció la BBC a propósito de la devastación de esa ciudad que aprendimos a llamar Járkov, aunque quizá debamos nombrarla en adelante como Járkiv. Sobre todo, cuando Rusia se haga con ella. Para fastidiar y en honor al coraje de sus defensores.
Járkov o Járkiv, que ya conoció con intensidad la guerra hace nueve décadas, cuando primero la Wehrmacht y luego el Ejército Rojo pasaron por ella en direcciones opuestas, vuelve a ser una pila de escombros. En sus calles se crio el poeta Eduard Savenko, más conocido como Limónov, principalmente por haber inspirado el libro homónimo de Emmanuel Carrère. Cuenta este que el apodo deriva de la palabra limonka, que quiere decir en ruso granada de mano. Járkov (o Járkiv) imprime carácter.
De los muchos detalles valiosos que contiene el reportaje de la BBC me quedo con este: el gesto impasible con que un joven soldado ucraniano señala en dirección al horizonte blanco y dice que los rusos están ahí, a sólo unos pocos kilómetros, o que los cadáveres que jalonan el asfalto de un área de servicio, a medias cubiertos por la nieve, son de esos chechenos que suben vídeos posando como el coco barbudo que viene a comerse Ucrania.
Esa impasibilidad es un efecto secundario de la guerra en el combatiente que logra aclimatarse a ella: no le queda más que el presente, cifrado en procurar no morir, al tiempo que se procura que el enemigo muera o por lo menos no se salga con la suya. Los proyectos a largo plazo, las ilusiones, las esperanzas, los cálculos económicos, sentimentales o de otra índole, quedan en suspenso de forma indefinida ante la interpelación perentoria de la mera supervivencia. Con seguir ileso ya se conforma uno.
Pero la guerra, esta guerra y todas las que mantenemos abiertas desde hace años, si es que alguna vez cesó el humano afán de imponerse por la fuerza al prójimo, no sólo atrapan en ese presente sin orillas ni perspectivas a quienes se baten en cualquiera de sus frentes. Como un gigantesco daño colateral, todos estamos confinados en este ahora que resulta imposible proyectar hacia un futuro al que nos quepa dar crédito. Así lo ha reconocido, con rara honradez para los estándares habituales en la clase dirigente, el ministro Escrivá: con la situación en la que nos hallamos, es imposible hacer predicciones fiables de nada. No hay modelos que funcionen con tantas incertidumbres.
Tal vez sea fruto de esta coyuntura, ahíta de estupor, que tantos de nuestros prebostes, abandonando toda aspiración de ir más allá ante una realidad desarticulada y desconcertante, adopten una actitud análoga a la del joven soldado ucraniano. Viven al día, salvando los muebles de cualquier manera.
Vale para las ministras que lo son discrepando en asuntos fundamentales del Gobierno en el que se integran, los gurús de todos los colores que le dieron coba al carnicero de Moscú (o a alguno que se la daba) y que ahora se sacuden como pueden el polvo de la ropa, o el presidente autonómico que prorroga el usufructo del coche oficial metiendo en su gabinete a la mayor amenaza existencial para el partido al que representa. Alega que otros, a los mismos efectos, han recurrido a los herederos de los encapuchados. Como si un mal con otro mal se remediase.
Al soldado ucraniano lo justifica el peligro inminente para su vida y lo enaltecen sus razones: «Estoy protegiendo a los míos», le dice al reportero británico uno de los defensores de Járkov (o Járkiv). A nuestros rehenes del carpe diem, en cambio, cuesta encontrarles motivos de una envergadura semejante.