JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

 
 

No es preciso apelar a la globalización o a aquello del «aleteo de la mariposa» para justificar que, desde esta modesta ventana doméstica, me atreva a echar una mirada al mundo exterior y a sacar de ella conclusiones pertinentes para nuestro caso. Bastará con evocar el «nada humano tengo por ajeno» de Terencio -siempre tengo que consultar si es Terencio o Plauto el autor-, ya que lo que aquí voy a abordar tiene más que ver con la similitud entre los comportamientos humanos que con la globalización propiamente dicha. Y es que, aun cuando las conductas de Boris Johnson y Donald Trump ejerzan sobre nosotros indudables e indeseables efectos a causa del entramado global en que nos hallamos insertos, lo que en ellas subyace es un modo de proceder que se repite en cualquier lugar del mundo en que habite un ser humano. Y es en ese modo común de proceder en lo que creo pertinente detenerme, tomando como ejemplo los casos citados.

Tanto la radical desautorización judicial de Boris Johnson como el anuncio del ‘impeachment’ contra Donald Trump han puesto al desnudo la solidez a la vez que la vulnerabilidad de que gozan o adolecen hoy nuestras instituciones democráticas. Los casos adquieren mayor relevancia por afectar a los dos países en los que la democracia es tenida por más sólida y arraigada. Pero no son excepciones. Casos similares, aunque no tan llamativos, se repiten en países de la propia Unión Europea, por mucho que ésta base su existencia en el respeto del sistema democrático y del Estado de Derecho. En todos, por tanto, aunque con mayor espectacularidad en los dos citados, se reproducen las mismas tensiones y luchas entre las instituciones y las personas que las gestionan. Y, en todos, la victoria de unas u otras dará razón cabal de la fortaleza o de la debilidad del sistema.

Dos son las características comunes a estos comportamientos que fomentan la tensión en las instituciones: la tentación autocrática y la propensión populista. Ambas se retroalimentan. Tras del carácter extravagante y desenfadado que los líderes citados exhiben y en el que basan gran parte de su poder de seducción, se oculta un sentimiento de superioridad que los hace situarse por encima, no sólo de sus pares, sino de las instituciones cuya gestión les ha sido encomendada. Estas tienen para ellos un valor instrumental y pueden, por tanto, ser puestas sin escrúpulos al servicio de sus intereses personales, previamente disfrazados de generales. Pero, para llegar a ese estadio de autocracia, los líderes han tenido que secuestrar primero las organizaciones que los han aupado al poder y someter la voluntad de unos mandos que les deben el acceso y la permanencia en sus puestos. La autocracia se nutre así del populismo.

El autócrata ha debido, en efecto, llegar al poder sin mediación. Su relación con la militancia o con el pueblo, a través de los respectivos procesos electorales, ha de ser directa. De la confianza de éstos emana su poder. Y eso vale tanto para sus colegas de partido, sobre los que exhibe su elección en primarias, como para las instituciones representativas, frente a las que le cabe esgrimir una voluntad popular interpretada a capricho. La máxima democracia se torna así tiranía. Johnson apela al referéndum del Brexit y Trump al sufragio popular a fin de hacer valer su poder sobre las instituciones representativas. De este modo, el Tribunal Supremo y el Parlamento de Westminster, en el caso británico, y el Capitolio, en el estadounidense, dejan de ser contrapesos a las desmesuras del líder, que los presenta ante el pueblo como los obstáculos que impiden la puesta en práctica de un supuesto «mandato popular». La solidez de las instituciones democráticas se debilita a causa de una autocracia saciada de populismo.

Los dos casos citados son paradigmas extremos de lo que, en mayor o menor grado, ocurre en otros países. Tampoco de la UE están ausentes la tentación autocrática y la propensión populista. En Italia, el ministro Salvini, desde el Ejecutivo, reclamaba «plenos poderes». Algunos gobiernos europeos casi los ejercen ya sin escándalo. Las instituciones, sin las personas que las gestionan, son mausoleos de grandes palabras y principios. Sólo el comportamiento de quienes las rigen les da vida y prestigio o, por contra, las ahoga y cubre de descrédito. En los países citados, es de esperar que el arraigo y la fortaleza de sus instituciones las hagan prevalecer sobre los desmanes de las personas. Porque, cuando los partidos han sido secuestrados, los parlamentos, silenciados y los poderes judiciales, mediatizados y cuestionados, ya no es posible hacerles frente.