EL CORREO 24/06/14
LUIS HARANBURU ALTUNA
· La utopía de la nación euskaldun solo tiene vigencia en la fanática imaginación de una quimera nacional
Antes de suscribir las tesis del nacionalsocialismo y contribuir a la limpieza étnica e ideológica de la universidad alemana, Martin Heidegger tuvo la genial intuición de que el ser es un acontecimiento. Con ello se ponía fin a la metafísica y la ontología quedaba desahuciada por la posmodernidad. Heidegger, sin embargo, claudicó en lo político al suscribir el movimiento nazi que tenía por fundamento el absoluto óntico que constituían la raza aria y el Tercer Reich.
La aventura nazi de Heidegger intoxicó a su construcción filosófica, pero, no obstante, algunas de sus ideas hicieron camino de la mano de Vattimo, Levinas, Gadamer o Badiou. Y es que, a veces, en los genios conviven lo sublime y lo peor. El hecho de que en la filosofía actual se considere al ser como acontecimiento, antes que como una entidad fósil, tiene mucho que ver con la percepción que tenemos sobre disciplinas tan diversas como la historia, la economía o la política. La realidad política o la económica son acontecimientos abiertos, antes que fenómenos conclusos que remiten a modelos preexistentes. Somos lo que hemos devenido a ser y no lo que nos figuramos ser. Esta sutil percepción determina nuestra concepción de la política, la cultura e incluso de nuestra ética. En lo político la democracia se nos presenta como el sistema esencialmente abierto y perfectible, en lo económico los mercados hacen que el valor sea un bucle sin fin y nuestra ética carece de anclajes absolutos.
Solo los fundamentalismos, sean estos religiosos o nacionalistas, persisten en su concepción de la realidad como algo total y concluso que fundamenta la realidad. La realidad, según ellos, no es un acontecimiento, sino que posee una entidad que trasciende la historia. Por eso afirman los nacionalistas que la nación no data, sino que es una realidad que preexiste. De ahí que la consecución de la nación perfecta consista en restaurar una realidad previa y seminal. Así el alcalde nacionalista de San Sebastían afirmará que con Bildu «Donostia es cada vez más euskaldun».
Esta percepción de la realidad está motivada por la determinación de hacer prevaler el deber-ser, sobre la realidad histórica. Se nos dice, además, que el «cambio» en Donostia «no ha hecho más que empezar» y continuarán «euskaldunizando cada vez más la ciudad». Ese es el panorama ilusionante y participativo que espera a lo donostiarras siempre y cuando la izquierda abertzale continúe rigiendo los destinos de la ciudad. El destino no es ningún futuro mejor o peor diseñado; es simplemente el regreso a una realidad previa que alienta en las mentes iluminadas de los fautores de la nación. Es una utopía regresiva a los tiempos dorados de la nación libre, uniforme y euskaldun. Poco importa que dicha nación jamás existiera y solo tenga vigencia en la fanática imaginación de quien lo supedita todo a la quimera nacional.
Es desde esta perspectiva ontológica, en la que el ser preexistente y total domina el acontecer humano, como cabe entender algunas de las políticas del nacionalismo radical. En esta dimensión lo autóctono prevalece sobre lo ajeno. Lo tradicional se impone a lo nuevo. El folklore domina sobre la creatividad. No importa el cómo sea la ciudadanía, ni el perfil que posee la ciudad, lo que importa es lo que ‘deberían’ ser, según las pautas preestablecidas por la nación soñada. Se trata, sencillamente, de hacer prevalecer el deber-ser sobre lo que es de facto. Así se entiende la obsesión por la autoctonía y la soberanía llevada a su exasperación. Desde la Diputación foral se habla de la soberanía culinaria y se subvenciona con 200.000 euros el ‘movimiento campesino’ de aquí y de las Américas, haciendo abstracción de la penosa realidad de nuestros baserritarras, a quienes se les desaconseja plantar pinos, al tiempo que se les sugiere optar por el roble centenario. Es en este contexto del regreso a la bucólica Euskal Herria rural y autárquica, como se entiende la proliferación de las huertas urbanas que amenazan cubrir, con su manto verde y feraz, las heridas urbanísticas que la desindustrialización del terrirorio provoca.
Lo de la soberanía alimenticia basada en la autoctonía se entiende mal, ya que muchos de nuestros mejores productos son adquisiciones que hemos realizado a lo largo de la historia. Ninguna de nuestras grandes aportaciones culinarias al mundo, como son las salsas pil-pil y vizcaína, hubieran sido posibles sin el pimiento o el aceite de oliva, ya que ambos ingredientes nos son ajenos. Justamente, el olivo marca por el sur el límite del territorio euskaldun. Llevando a sus últimas consecuencias el fundamentalismo por lo autóctono, del mismo modo que el pino insignis es declarado como especie ‘non grata’, otro tanto cabría decir del pimiento, el tomate, el maíz o la patata que nos trajimos de América.
En los años de la Transición política, cuando la costa de Deba estuvo a punto de ser nuclearizada, un fuerte movimiento popular se opuso. Aquel movimiento fue desgraciadamente fagocitado por una ETA que buscaba banderines de enganche en la ecología o en el feminismo. Llevado por el entusiasmo ecologista, un ilustre miembro del movimiento sindical LAIA, que luego daría pie al nacimiento de LAB, declaró que no pararían hasta que las ovejas pastaran en los jardines donostiarras de Alderdi-Eder. Era la formulación ecologista de la arcadia feliz que deseaba para Euskal Herria. Al paso que vamos San Sebastián bien podría consolidarse como la capital de la cultura pastoril de Europa. De hecho, hace poco, su Boulevard se convertía en un escaparate del queso Idiazabal. Al fin y al cabo, si la pasión por la autoctonía llevó a Heidegger a pastorear, junto a Hitler, el ser de la Gran Alemania, bien podría en nuestro caso impulsarnos a convertir Donostia en un redil de ovejas, eso sí, autóctonas.