Ayer y hoy: lecciones de la historia

Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 27/4/12

Son muchos los ejemplos que han mostrado reacciones sorprendentes del pueblo español ante acontecimientos de influencia determinante para nuestra historia. Algunas, no cabe duda, heroicas; otras, prisioneras de una indiferencia angustiada, y otras cuantas expresadas de forma violenta, espontánea y de breve duración. El motín de Esquilache o la misiva que Rubens traslada a los Países Bajos al contemplar cómo reacciona el pueblo madrileño cuando se conoce que una flota de barcos españoles, la más grande nunca vista, ha sido asaltada por el pirata Pitt, poniendo en una situación imposible al Conde Duque -que mantenía una larga contienda bélica con la Francia de Richelieu-, son buenos ejemplos de esta última clase de expresión colectiva, que se complementan muy bien con las muy conocidas del 2 de Mayo o la de Numancia. En fin, ejemplos de feroz heroicidad, pero también de mansedumbre e indiferencia con los quebraderos del país.

Probablemente hoy nos encontremos en una situación parecida aunque no veamos ni sangre ni otras llamativas imágenes que han provocado más atención cuando se han convertido en páginas señaladas de nuestra historia. La realidad económica se ha vuelto insostenible y las finanzas públicas pasan por una etapa tan grave que han obligado al presidente del Gobierno a decir: «No hay dinero para pagar los servicios públicos». La bolsa se desploma a profundidades impensables hace unos meses, el Gobierno de Argentina requisa a Repsol su parte argentina, YPF. Un viaje del Rey ha propiciado una campaña de desprestigio del monarca y que el país se divida entre republicanos, que creen llegada su hora, y juancarlistas atemorizados por unas críticas que pueden ser justificadas; pero también ha favorecido una explosión de los más bajos instintos sociales gestionada por personajes sin crédito moral o público alguno, en busca de una respetabilidad que nunca tuvieron o que perdieron hace muchísimo tiempo. Y, por supuesto, sin olvidar el inmenso ejército de parados cuyo número no tiene trazas de disminuir por lo menos en los próximos meses y la exigencia ineludible de mayores sacrificios a quienes no pueden más.

Pero es que además estamos, una vez más en nuestra azarosa historia, en la disyuntiva de perder el pelotón de los países más desarrollados. Por desgracia tenemos tristes experiencias: tanto en el siglo XIX como en el XX nos hemos desenganchado en más de una ocasión del grupo de los avanzados, quedando postergados a un vagón de cola entre los países de nuestro entorno, y nos ha costado mucho después volver al lugar que nos corresponde por nuestra historia y nuestra posición en el mundo. A mediados del siglo XIX vimos frustrada nuestra incipiente industrialización por unas aventuras políticas finalmente fracasadas; la modernización de los primeros años del pasado siglo no pudo mantenerse mucho tiempo, y la guerra civil puso el broche a unas peculiaridades negativas de nuestra historia que asumimos injusta e irracionalmente como inevitables hasta bien entrada la segunda parte del siglo XX.

Pero nada es inevitable, como nada es permanente, y todo depende de la voluntad colectiva e individual de los ciudadanos españoles y de la altura de sus dirigentes. No creo que los españoles quieran volver a sentirse diferentes a los ciudadanos de los países vecinos y lo demuestran cada día con unos comportamientos ejemplares: el disgusto social ha tenido mínimas muestras de violencia y alboroto. Los ciudadanos, con los deberes hechos, están a la expectativa y confían en sus dirigentes. Las grandes empresas españolas, que las tenemos en diversos sectores, se han empeñado en buscar mercados en todo el mundo, y las medianas y pequeñas que han sobrevivido a esta crisis demuestran mucha más fuerza e inteligencia de la que estamos dispuestos a reconocerles. Queda por saber si los dirigentes políticos están a la altura de lo requerido.

Las primeras muestras son desalentadoras, parecen dispuestos a dirigirse a su parroquia, a los convencidos, desdeñando los discursos integradores, las ideas compartidas por la mayoría. Los nacionalistas piensan en lo suyo, la oposición mayoritaria olvida su reciente pasado de responsabilidad de Gobierno y el grupo que apoya al Ejecutivo está fácilmente resignado a seguir solo en esta hercúlea tarea. Pero es hoy justamente cuando necesitamos grandeza de miras, capacidad de superar las propias siglas, voluntad suficiente para intentar -al menos intentar- convencer a los contrarios o comprender las razones del oponente. Sin esa mínima empatía no sé si lograremos salir con éxito de esta endiablada situación, pero sí que nos costará muchos más esfuerzos y sacrificios. Hoy la política se debe escribir con letras mayúsculas, los grandes consensos deben revitalizarse y las diferencias deben pasar a un segundo plano a fin de construir grandes acuerdos para salir de la crisis y hacer un país viable desde un punto de vista económico, pero también social. Son ellos, los dirigentes políticos, los que tienen la palabra y la responsabilidad.

Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.


Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 27/4/12