Lo que me reconcilia con el PP esos días en los que se hace imposible votarles (y el votante de derechas se queda más huérfano que Oliver Twist y vaga por las encuestas electorales sin mucha esperanza igual que Marco por el mundo) es que creen en Dios aunque no lo sepan. Es decir, como el 90% de los españoles, compatriota arriba o abajo.
Y así sobrellevo esos días en los que el PP no sabe si lo suyo es la economía, la ideología o la nada. Y por eso hablan sin decir nada en vez de un idioma comprensible para cualquier votante conservador, que lo único que quiere es que le dejen en paz y que cuando hablen digan algo inteligible.
La derecha en este país se expresa así porque no tiene un patrimonio político. No hay un imaginario ni una tradición desde que la izquierda arrampló con todo en los 80. A lo sumo citan a G.K. Chesterton como una heroicidad.
Todo es socialista, menos el socialismo, que es patrimonio exclusivo de Pedro Sánchez. Por eso el PP habla de lo que el PSOE quiere que hable: de reducir los vehículos en el centro de Madrid, de bicicletas, de los pobres en el mundo, de cuotas de género y de sentimientos. Porque todo español, antes que derechos y deberes, tiene sentimientos, según la Constitución de 2023.
Pero el PP cree en Dios. Y eso me hace pensar que no está todo perdido, que cualquier año de estos quizá recupere la cordura sobre el aborto, sobre la importancia de la familia como única organización interesante por encima de los partidos, los sindicatos, las asociaciones vecinales de Pajarillos y las compiyoguis de Instagram.
No se explica entonces de otra manera que fíen toda la campaña a un milagro. Ese milagro que es el de la bilocación de Isabel Díaz Ayuso: ahora en Madrid, ahora en Valladolid, mañana donde al partido le vayan flojas las encuestas.
Nadie podrá decir que el PP no es un partido católico. Los populares creen en Dios más que en Feijóo y en Santa Maria de Ayuso, con capilla y venerada en la Puerta del Sol.