Azaña (1937), Felipe VI (2017) y la misma deslealtad separatista

JOSé ANTONIO ZARZALEJOS-El Confidencial

Las palabras del monarca el 3-O de 2017 evocan las amargas y decepcionadas de Azaña en 1937 y explican que Sánchez «contemple todos los escenarios» para defender la Constitución

Hace hoy dos años, el Rey puso voz al afónico Estado vapuleado el 1-O en Cataluña y activó sus paralizados resortes de defensa para mantener su integridad y el imperio de la ley. Fue un discurso con el que Felipe VI se jugó el todo por el todo y acertó de pleno. Muchos ciudadanos catalanes lo recibieron mal. Parte de la sociedad catalana creía que —después de un referéndum ilegal en el que el Gobierno perdió las riendas de la situación— el jefe del Estado debía llamar a una rutinaria e impostada conciliación, cuando el requerimiento político del momento era otro: apelar a los poderes constitucionales para que se impusieran los valores de la democracia.

Los hechos, dos años después, han dado la razón a los argumentos de fondo de aquella disertación del monarca, porque se ha demostrado que las autoridades secesionistas de Cataluña jamás —ni antes ni ahora— han pretendido otra cosa que no fuera la radical imposición de sus criterios. La experiencia del Gobierno breve de Pedro Sánchez tras el éxito de su moción de censura contra Mariano Rajoy acredita que, por más pistas de aterrizaje que se proporcionen a los independentistas, nunca tomarán tierra.

Hay inflamaciones que no remitirán con ibuprofeno político sino con criterios estadistas. Como los del Rey, a partir de cuya intervención —esperada ansiosamente por la comunidad internacional, la financiera y empresarial y por la sociedad española— las grandes compañías con sede en Cataluña las trasladaron a otras comunidades, el constitucionalismo se echó a la calle el 8 de octubre en Barcelona (un millón de personas) y, al final, el 27 de octubre, el Gobierno, secundado por el PSOE, aplicó el artículo 155.

Felipe VI dijo exactamente lo que debía: “Desde hace tiempo, determinadas autoridades de Cataluña de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incumpliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía (…) con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado (…) han quebrantado principios democráticos de todo Estado de derecho y han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad catalana (…) hoy fracturada y enfrentada (…) esas autoridades se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia (…) han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional (…) ante esta situación de extrema gravedad (…) es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones…”.

El separatismo catalán se muestra ahora furibundamente antimonárquico y no hay que reiterar, por obvias, esas muestras de la febril hostilidad contra el Rey y la institución que encarna. Pero esa enemiga es una coartada: su batalla —claramente subversiva, con una llamada general a la desobediencia civil y una ‘respuesta’ a la próxima sentencia del Supremo— es contra el Estado y contra España.

Porque el secesionismo catalán fue desleal también a la II República. Y lo fue con dos insurrecciones: recién proclamado el régimen republicano en 1931 (Macià) y con la asonada de 1934 (Companys). Los nacionalistas catalanes participaron en el Pacto de San Sebastián de 1930 para tumbar el régimen de la Restauración, lo mismo que colaboraron activamente en la elaboración y aprobación de la Constitución de 1978. Después, fueron desleales.

Manuel Azaña, presidente de la República, redactó en 1937, precisamente en el Palacio de Pedralbes, en Barcelona, ‘La velada en Benicarló’, un diálogo desgarrador sobre los males de España y sobre la Guerra Civil en el que hace decir a uno de sus personajes (Garcés) lo siguiente: “La Generalitat funciona insurreccionada con el Gobierno. Mientras dicen privadamente que la cuestión catalanista ha pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo. Legisla en lo que no le compete, administra lo que no le pertenece. En muchos asaltos contra el Estado toman por escudo a la FAI. Se apoderan del Banco de España para que no se apodere de él la FAI. Se apoderan de las aduanas, de la policía de fronteras, de la dirección de la guerra en Cataluña”. El mismo personaje sentencia: “El Gobierno de Cataluña es (…) la más poderosa rémora de nuestra acción militar”. Y sigue el Garcés- Azaña: “A este paso, si ganamos, el resultado será que el Estado le deba dinero a Cataluña”, y concluye: “Cataluña ha sustraído una fuerza enorme a la resistencia contra los rebeldes y al empuje militar de la República”.

El independentismo ha sido desleal a la monarquía constitucional y parlamentaria como lo fue al republicanismo de 1931. La historia (se repita o no, rime o no lo haga) está ahí. Las palabras del Rey disponen del mismo fondo de reproche y reprobación que las que formuló —y no solo en el pasaje reproducido de ‘La velada en Benicarló’— un Manuel Azaña que en 1932 defendió ardientemente el Estatuto catalán en las Cortes de la República ante el escepticismo de Ortega y Gasset. Sálvense las distancia de tiempo y circunstancias que se quieran, pero el quebrantamiento del orden constitucional, la insurrección del separatismo catalán, fue antes y está siendo ahora.

Y, al fin, las palabras de Felipe VI el 3-O de 2017 evocan las amargas y decepcionadas de Manuel Azaña en 1937. En estas circunstancias, nada más razonable que el presidente del Gobierno contemple —en su entrevista con este periódico— “todos los escenarios” para mantener la integridad constitucional de nuestra democracia.