Tengo mejor opinión que la mayoría de los españoles sobre Zapatero, pero sin duda mucho peor que los altos cargos y militantes del PSOE cuyas emociones e intereses están ligados a la continuidad de Sánchez en la Moncloa.
Estas decenas de miles de personas, que tanto le aplauden han encontrado en Zapatero al resuelto paladín que en la campaña se atrevió a decir lo que ellos piensan sobre el PP de Feijóo: que no es democrático sino reaccionario. Al resuelto paladín que ahora es capaz de justificar la amnistía exigida por Puigdemont, pese a que la gran mayoría de los socialistas que no ven concernido su bolsillo, la consideran injustificable.
El legado de Zapatero como gobernante incluye avances hoy consolidados en materia de derechos civiles que sólo la mezquindad puede hurtarle. También el final negociado de una ETA contra las cuerdas que, con todos sus claroscuros, vino a remover la angustia del terrorismo de la vida cotidiana de la sociedad española.
Zapatero tuvo el patriotismo de sacrificar su futuro político aplicando las medidas de austeridad demandadas por Obama, la UE y los mercados para evitar un rescate draconiano de España. Tal vez eso estuviera en su subconsciente cuando el lunes dijo algo tan tremendo sobre las promesas electorales: «Cuando se gobierna, si hay que cambiar, se cambia».
Reitero que Zapatero fue el presidente más dialogante, respetuoso con la crítica y consciente de los límites del poder que ha pasado por la Moncloa. Es decir, que su talante no fue impostado sino genuino. Pero también creo, con cierto conocimiento de causa, que, respecto a la cuestión catalana, no dio ni una, no acertó en nada, si exceptuamos su pasión por el Barça de Xavi e Iniesta.
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Sería absurdo pretender que su ocurrencia electoral de que respaldaría «el Estatuto que viniera de Cataluña» -cuando los nacionalistas no planteaban esa demanda- desencadenó por sí sola el procés. Pero al pisar esa cáscara de plátano fue él quien proporcionó al separatismo la gran coartada del agravio, toda vez que se trataba de un disparate imposible de cumplir.
Atrapado en su voluntarismo, tras su negociación de fin de semana con Artur Mas y el tortuoso paso del texto por el Congreso, en 2006, cuando el PP ya anunciaba su recurso al Constitucional, me hizo la profecía tantas veces recordada: «Dentro de diez años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo veremos». Sólo tuvieron que pasar once para que se produjeran el 1-O, las leyes de desconexión y la efímera proclamación de la independencia de Cataluña, seguida del 155 y la huida de Puigdemont.
«Zapatero ya había encontrado un culpable de que la realidad estuviera contradiciendo su pronóstico: el Tribunal Constitucional»
Para entonces Zapatero ya había encontrado un culpable de que la realidad estuviera contradiciendo su pronóstico: el TC y en concreto el magistrado progresista Manuel Aragón que había contribuido a declarar inconstitucionales 14 artículos del texto avalado en un referéndum en que sólo participó el 48% de los catalanes.
En su entrevista del lunes, Alsina sacó los colores a Zapatero al recordarle que en junio de 2010 acogió con agrado esa sentencia del TC -entre otras razones porque había cuatro votos particulares que reclamaban una poda mucho mayor- y que sólo cambió de actitud cuando su correligionario Montilla trató de legitimarse como presidente de la Generalitat, liderando una protesta callejera que enseguida se volvió contra él.
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Con estos antecedentes y plenamente consciente de que sin amnistía no hay investidura que culmine y glorifique su activismo, Zapatero invocó en esa misma entrevista un precedente histórico del que supongo que abjurará tan pronto como profundice sobre su génesis, nudo y desenlace.
Y es que si ensalzar que «la historia se repita» como en el 36 ya es jugar con fuego, presentar a Azaña como inspirador de la amnistía a Companys, movido por lo mucho que «amó a España», supone arrojarse directamente a la hoguera de los falsificadores.
Felipe González sostiene con sorna que «no entendió nada» de lo de Azaña, pese a que lo escuchó «con detenimiento». Casi es lo mejor que le podría pasar. Porque ante los que sí le entendimos y conocemos los hechos que invocó tan a la ligera, lo que Zapatero hizo fue un demoledor alegato involuntario contra lo que Sánchez pretende perpetrar con su propio aval.
En realidad, el único paralelismo válido entre aquella amnistía y la que se está gestando reside en la tipificación delictiva de los hechos protagonizados por sus beneficiarios: rebelión entonces, sedición y malversación ahora.
La primera diferencia capital es que mientras la Constitución del 31 incluía expresamente la amnistía como facultad del legislativo, la del 78 la excluye tácitamente al prohibir los indultos generales. Pero incluso este controvertido argumento jurídico es secundario, cuando se trata de poner el foco sobre Azaña.
«Lo que Azaña decía es que la amnistía era un ajuste de cuentas con los gobiernos del que la izquierda ya llamaba ‘bienio negro’ de la República»
Ante todo, porque, aunque tuviera que aplicarla de forma exprés y bajo la coacción callejera, la paternidad de esa amnistía no era suya sino de los dirigentes del PSOE y la UGT implicados en la Revolución de Asturias, paralela al octubre del 34 catalán.
Azaña y los demás líderes burgueses que se integraron en el Frente Popular no fueron sino los compañeros de viaje del obrerismo revolucionario, en esa operación de blanqueamiento de una sublevación armada contra la legalidad republicana. Así consta en el acta de la reunión del Comité Nacional de la UGT el 11 de diciembre del 35, cuando Largo Caballero justifica con renuencia esa alianza: «Aun suponiendo que estos señores no aceptasen más que la amnistía, no habría más remedio que ir en coalición».
De ahí que esa amnistía, destinada a sacar de la cárcel a centenares de socialistas, comunistas y anarquistas, además de a los miembros de la Generalitat golpista, se convirtiera en el primer punto del programa del Frente Popular. Otra diferencia notable, habida cuenta que Sánchez sólo mencionaba la amnistía hasta las propias vísperas del 23-J para descartarla por su flagrante inconstitucionalidad.
Pero, centrándonos en Azaña, ¿saben ustedes, sabe Zapatero, cuantas veces había mencionado o tan siquiera aludido a la amnistía en su legendario mitin de las 400.000 almas en el campo abierto de Comillas de Madrid del 20 de octubre del 35? Ninguna.
¿Saben ustedes, sabe Zapatero, cuantas veces mencionó o tan siquiera aludió a la amnistía en su famoso discurso de cierre de campaña del 15 de febrero del 36 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid? Ninguna.
¿Y saben ustedes, sabe Zapatero, cuántos párrafos dedicó a la amnistía en su no menos célebre y todavía más extenso discurso de la víspera en el Teatro-Circo de Albacete? Solamente uno. ¡Pero qué párrafo!
[7 diferencias y 3 parecidos entre la amnistía de Azaña a Companys y la que prevé Sánchez para Puigdemont]
He aquí la transcripción de las dos frases que pusieron en pie al auditorio: «Cuando hemos escrito en nuestro programa como primer artículo la amnistía, no lo hacemos únicamente por un sentimiento de piedad hacia los presos ni de conmiseración porque podríamos ser muy piadosos y tener mucha conmiseración de un culpable, y no por eso amnistiarlo. Es menester, además, la razón y el valor político de la amnistía, que consiste en repudiar a la infame operación realizada desde el poder el año 1934, de la cual nosotros queremos librar a la República para que no se diga con justicia que el régimen republicano en España ha caído en el más infame maquiavelismo de que hay ejemplo jamás en la historia del mundo civilizado».
Ampulosidades al margen, lo que Azaña decía entonces es que la amnistía no era sino uno de los mecanismos de ajuste de cuentas con los gobiernos legítimos del que la izquierda ya llamaba «bienio negro» de la República, a los que se acusaba tanto de haber «provocado» las revoluciones de octubre como de haberlas reprimido con fuerza desproporcionada.
Exactamente lo mismo que sin ambages sostienen ahora los separatistas –con los indultos el Estado perdonaba, con la amnistía pedirá perdón- e incluso insinúa hoy el PSOE cuando achaca esa misma doble culpa al gobierno de Rajoy. Lástima que Sánchez no sólo apoyara el 155, sino que, antes de necesitar los siete votos de Puigdemont, también prometiera traerle preso para ponerlo a disposición de la Justicia.
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Todavía no había terminado el escrutinio, ni menos aun la resolución de las impugnaciones sobre las controvertidas elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, cuando una ola de violencia política con asaltos a ayuntamientos, cárceles e iglesias se desató por toda España. El propio 17 de febrero, Largo Caballero dio la consigna: «Que se abran las puertas de las cárceles y de los penales. La Ley la hace el pueblo. Y el pueblo ha decretado la amnistía… El Gobierno dimitirá. Los presos saldrán y ocuparán el Poder, respaldados por las masas, cuyo entusiasmo, si alguien se opusiese, arrollaría todos los obstáculos».
Y, en efecto, el gobierno del centrista Portela Valladares más que dimitir, salió corriendo. Azaña le sustituyó apresuradamente el 19 por la tarde. Llegó a la sede de Gobernación en la Puerta del Sol después de cenar. Estaba rodeada por una muchedumbre que exigía una amnistía inmediata. Eso mismo le pidieron sus tres primeros visitantes: los socialistas Largo Caballero, Álvarez del Vayo y Wenceslao Carrillo.
«Azaña presentó la amnistía como una medida de ‘pacificación’. Hasta 30.000 reclusos fueron excarcelados de inmediato»
Azaña hubiera preferido que las nuevas Cortes tramitaran una ley al respecto, pero cedió a la presión y presentó un decreto ante la Diputación Permanente de las salientes que lo aprobó el 21 por la tarde. Azaña la presentó el 22 como una medida de «pacificación». Hasta 30.000 reclusos, la inmensa mayoría presos comunes, fueron excarcelados de inmediato.
El 4 de marzo, Companys, repuesto automáticamente al frente de la Generalitat, regresaba a Barcelona tocado con una boina negra calada sobre el cogote que parecía realzar su mote de Pajaritu. Un coche descubierto le llevó entre aclamaciones a la plaza de Sant Jaume y desde el balcón pronunció su histórico discurso ajeno a todo propósito de enmienda: «Tornarem a sofrir, tornarem a lluitar i tornarem a guanyar«.
Fue su «lo volveremos a hacer». Pero de esas tres profecías sólo se cumplieron las dos primeras y de tan mala manera que su forzado libertador se convertiría muy pronto en testigo de cargo de su reincidencia.
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Ya ante el Parlament, Companys aseguró que su regreso suponía la legitimación de su conducta secesionista del 6 de octubre del 34, «un pensamiento político que hoy vuelve triunfante». Será lo mismo que dirá Puigdemont apenas tenga la ocasión.
Todo se aceleró en aquel verano del 36. La derrota de la sublevación del 18 de julio en Barcelona potenció al nuevo gran actor de la política catalana: los anarquistas, cuyas milicias habían sido decisivas para vencer a los golpistas.
El propio 21 de julio, Companys firmó el decreto por el que se creaba el Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña con el que en la práctica aceptó compartir el poder. Fruto de esa conjunción fue la creación de la llamada Oficina Jurídica de la que dependieron los Tribunales Populares. La «justicia revolucionaria» se ejercía de manera sumaria, mientras grupos de supuestos «incontrolados» asesinaban por su cuenta a miles de personas vinculadas a la burguesía y especialmente al clero.
Entre tanto, la Generalitat de Companys, a través de su Consejería de Defensa, emprendía una política militar propia de carácter pancatalanista en el frente de Aragón e intentaba en vano conquistar Baleares mediante la estrambótica expedición del capitán Bayo. Sólo le faltaba empezar a imprimir papel moneda y eso es lo que hizo.
[Opinión: Los olvidos de Zapatero sobre la amnistía]
La nueva aventura secesionista quedó abortada por los «hechos de mayo del 37» cuando los anarquistas pretendieron hacerse con el control total, tomando edificios estratégicos. Unidades militares fieles a la República los desalojaron y restablecieron la legalidad tras unos días de sangrienta y enconada batalla.
Azaña, ya presidente de la República, encargó al nuevo jefe de gobierno, Juan Negrín, la plena recuperación de las competencias del Estado en Cataluña. En su diario íntimo o Cuaderno de la Pobleta dejó constancia el 31 de mayo de lo que opinaba sobre la conducta de los amnistiados, una vez repuestos en el poder:
«Las muchas y muy enormes y escandalosas pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de ‘chantajismo’ que la política catalana ha dado frente al Gobierno de la República no son razón para inhibirse sino todo lo contrario… El Gobierno debiera basar su política en el propósito de restablecer la autonomía, según el Estatuto, hoy secuestrada… «
«No puede admitirse que la autonomía se convierta en un despotismno personal, ejercido nominalmente por Companys y en realidad por grupos irresponsables que se sirven de él… Hace falta una remoción general de personas…»
«No tengo duda de que ciertas personas llegarán a entenderse con los de la FAI para armarnos otro 6 de octubre como el del 34. Lo harán invocando la autonomía, etcétera… Hay que tener muy presente la posibilidad de otro 6 de octubre y prevenirse política y militarmente contra él«.
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Más explícito aun fue el 19 de septiembre, cuando reprodujo lo que la víspera le había dicho al conseller Carles Pi Sunyer, enviado por Companys para transar con él. Su punto de partida era nada menos que la hipótesis de la supresión de la Generalidad: «Es preciso reconocer que, si llegase el caso, después de cuanto ha ocurrido en Barcelona, la institución sería difícilmente salvable».
El memorial de agravios de Azaña no era desde luego desdeñable. Zapatero debería leerlo ahora como una réplica desde el más allá a su desafortunada invocación.
«Companys repite ahora que el presidente de la Generalitat es el representante del Estado en Cataluña. Perfecto. Pero con dos observaciones: 1.ª, que esa representación le obliga a cooperar lealmente con el Estado en los fines que le son propios en Cataluña y en ningún modo le autoriza a interponerse como un estorbo; 2.ª, es lastimoso que Companys no se haya acordado en tantos meses que tenía, como presidente de la Generalitat, aquella representación».
«Su deber más estricto, moral y legal, de lealtad política e incluso personal, era haber conservado para el Estado, desde julio acá, los servicios, instalaciones y bienes que le pertenecían en Cataluña. Se ha hecho lo contrario. Desde usurparme el derecho de indulto para abajo, no se han privado de ninguna transgresión, de ninguna invasión de funciones. Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuich, los cuarteles, el parque de Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasa…»
Azaña: «No firmaré ningún decreto que pretenda dar apariencia de legalidad a las invasiones de que el Estado ha sido víctima en Cataluña»
«¡Para qué enumerar! Crearon la Consejería de Defensa, se pusieron a dirigir la guerra, que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares, para construir la Gran Cataluña de Prat de la Riba…»
Cuando el conseller le interrumpió, alegando que aquel había sido «un momento revolucionario», Azaña endureció aun más sus reproches:
«Ustedes desde la Generalidad no han proclamado una revolución nacionalista o separatista. Querían hacerla pasar a favor del río revuelto. Un programa del 6 de octubre, ampliado… el 6 de octubre gigantesco que allí han creído realizar… La Generalidad ha vivido no solamente en desobediencia sino en franca rebelión e insubordinación… Los que sobrevivan tendrán ocasión de saborear el fruto de sus torpezas, de sus locuras, de sus cálculos egoístas y de su deslealtad…»
«Debo advertirle que soy irreductiblemente opuesto a que el Gobierno entre en tanteos y regateos con la Generalidad. No firmaré ningún decreto que pretenda dar apariencia de legalidad y de permanencia aceptada a las invasiones de que el Estado ha sido víctima en Cataluña…».
[«No sólo por Puigdemont»: Moncloa ve la amnistía como «alivio» a los cientos de implicados en el procés]
«He sabido que algún diputado catalán le ha dicho al Gobierno que, si todas estas cosas no se arreglan antes del 1 de octubre, los parlamentarios de Esquerra cambiarán de actitud en las Cortes… sepa usted que ese sería el penúltimo disparate al que pueden lanzarse; fíjese bien: el penúltimo…».
«Por lo visto es más fácil hacer una ley, aunque sea el Estatuto, capaz de satisfacer las aspiraciones de Cataluña, que arrancar la raíz psicológica del recelo, de la desconfianza, de las emulaciones viciosas y, sobre todo, la raíz de ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado, que ostentan algunos de ustedes. Con el temperamento que tengo, si yo fuese catalán, ese sentimiento me avergonzaría…».
La conversación concluyó con una advertencia categórica: «Si al pueblo español se le coloca en el trance de optar entre una federación de repúblicas y un régimen centralista, unitario, la inmensa mayoría optaría por el segundo».
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Hasta aquí la etiopatogénesis del proceso infeccioso y la recaída vírica en Cataluña que tanto contribuyó a minar la Segunda República. Después de escuchar a Pere Aragonés reconocer con total franqueza en el Senado que la «amnistía sólo es el punto de partida» para votar «la independencia de Cataluña», parece imperativo que Zapatero aclare en cual de los tramos del trayecto está pensando cuando ensalza que «la Historia se repita».