Aznar y los campeadores

EL MUNDO 13/01/17
JORGE BUSTOS

HAY UN hastío en la paz que justifica las ansias de batalla. Hesíodo creía que los hombres se mataban entre sí cada vez que la madre Gea se sentía demasiado poblada: la guerra como dieta de enero de la Tierra. Los mitógrafos de hoy trabajan en los medios, y tras un par de años de bulimia electorera padecen ya el síndrome de abstinencia de la estabilidad, que es un coñazo. A la desesperada huronean disidencias y cuando las encuentran las miman para que ningún partido se quede sin su crisis, a cuyos minuciosos relatos contribuyen los propios políticos con el antiguo entusiasmo de Caín. Era el PP el único a salvo de titulares agónicos desde el restablecimiento de la pax mariana, cuyo blasón debería representar a un gran oso celta abrazando a todos sus opositores en un ancho regazo socialdemócrata. La fuerza constrictora de ese abrazo se mide además por el estallido de la burbuja de los politólogos, quienes con tanta regularidad como alegría nos entregaban sus irisados pronósticos. Ya no hay pactómetros ni sondeos de voto ni fraseología de campus complutense. Hay que hacer algo o moriremos de aburrimiento contando cómo cuatro partidos españoles dirimen civilizadamente sus diferencias en las instituciones y ejercitan la responsabilidad en la negociación multipartita de propuestas de ley.

De semejante infierno ha venido Aznar a rescatar a la prensa. Aznar es oro mediático: con él vivía la derecha más orgullosa y contra él fluía más libre el odio de la izquierda, pues hay que ser muy retorcido para odiar a don Mariano. Aznar funciona muy bien como supervillano y al mismo tiempo se le invoca como al Cid en Valencia: flamígero y restaurador. Que la liquidez ideológica del marianismo acabaría despertando la nostalgia del absoluto aznarista podíamos preverlo; a lo que no nos acostumbramos es a la falta de memoria del personal, empezando por la del mismo Aznar, que ya no recuerda sus cesiones al nacionalismo, sus viajes al centro y su perfecta asunción de la moral pública del felipismo, aborto incluido. Y nosotros le entendemos, porque gobernar un país grande y diverso es difícil. Pero lo cierto, atendiendo a su ejecutoria y no a su caricatura, es que el pedigrí derechista de Aznar es tan genuino como el tono azabache de su pelazo.

Se da la paradoja de que la única materia en la que Aznar puede dar lecciones a Rajoy –la política liberal de impuestos bajos y contención del gasto– no es la que ahora más reivindican los aznaristas sobrevenidos que, con Gallardón al frente, aspiran a devolver al partido su identidad. Gallardón se ganó la autoridad para recetar principios cuando dimitió por ellos hace dos años. Reclama discurso porque él lo tuvo y porque Rajoy, glorificando la técnica, ha despreciado la idea. Y cuando su ex ministro afirma que el PP escondió sus opiniones para ganar votos –esa autenticidad que también defiende Iglesias frente a la transversalidad de Errejón–, conecta con sectores no desdeñables de la derecha social que están hartos de que usen su voto para adoptar medidas que firmaría un socialista canónico. Ni Aznar ni Gallardón ni Aguirre fundarán un nuevo partido, sino que toman posiciones para influir en la refundación del suyo cuando el marianismo toque a su fin. Si tal fenómeno se produce antes que la entropía del cosmos.

Sin embargo todos estos esfuerzos por agitar al PP, más las beneméritas aportaciones de la Enemiga de Cospedal, apenas nos entretendrán un mes antes de que don Mariano nos duerma a todos de nuevo.