IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Azorín no enseña el arte de escribir sino la técnica. El proceso lingüístico que ordena la sintaxis y estructura las ideas

Para un escritor, Azorín es el aprendizaje. Un texto suyo equivale a un curso de escritura; su obra completa, a un doctorado o una carrera. Azorín no enseña el arte de escribir, que depende de la imaginación y del talento de cada autor, pero inicia en la técnica. La puntuación exacta, la pausa, el adjetivo cabal, la frase corta como preciso mecanismo de la relojería del idioma. A veces, sus páginas parecen cuadros, escenas donde el tiempo queda fijado con una claridad pictórica. Más descriptivo que narrativo, parte de la anotación minuciosa; el paisaje, el ambiente, los detalles, las personas. Su prosa es la mejor receta contra el pánico al folio en blanco; si no sabes por dónde empezar, mira alrededor, fija el marco en un bastidor mental y deja que el proceso mismo de la escritura te vaya guiando por su mapa mágico. El método ordenará el lenguaje y más tarde, al cabo de los años, aunque creas haberlo olvidado, brotará desde dentro como un impulso espontáneo que ya podrás encauzar según tu propio gusto literario.

Azorín es también el estilo. O mejor dicho, la voluntad de estilo. La estructura que organiza la expresión escrita a través del ritmo de una partitura lingüística de registros limpios, sencillos, enjutos, sucintos. Umbral, siempre iconoclasta, dijo aquella crueldad de que el párrafo corto servía para disimular ideas cortas, pero él mismo adaptó y adoptó las series adjetivales azorinianas, la yuxtaposición de tres, cuatro, hasta cinco calificativos. (Ambos, por cierto, son novelistas de aliento corto y alcanzan más brillo en la pincelada ensayística o en esa síntesis de pensamiento urgente que es el artículo). Un día, el maestro alicantino le recomendó a un joven Manolo Alcántara que se formase leyendo diccionarios. Era su forma de señalar el conocimiento de las palabras, su etimología, sus connotaciones, sus misterios, su significado, como herramienta secreta del aspirante a literato. Hay pasajes de ‘Los pueblos’ que parecen construidos con fichas de léxico agrario.

A mi padre, que me lo hizo leer de adolescente a modo de entrenamiento de la sintaxis, le atraía su aticismo, su elegancia estilística y personal simbolizada en el legendario paraguas rojo de ‘dandy’. También el itinerario ideológico desde el vago anarquismo juvenil hasta el conservadurismo remansado de las Terceras de ABC y otros escritos crepusculares. Entre medias queda la lucidez de un regeneracionismo sin dogmas, la intuición crítica para atisbar en el colapso del 98 un punto de inflexión histórica y en el alma castellana un trasunto de la esencia española. Su perspectiva minimalista, su mirada de ‘flâneur’ melancólico y algo quijotesco constituyen, con intención o sin ella, una propuesta de periodismo moderno: la realidad desnuda transmitida con un fraseo quirúrgico, seco, sin concesiones retóricas, escueto, directo. En el principio fue el verbo.