El nuevo contexto político vasco ha hecho que el final de la violencia pueda verse, no como una transacción, sino como una victoria del Estado de Derecho.
A punto de cumplirse los dos años desde que se celebraron las elecciones que dieron lugar a este que se bautizó «Gobierno del cambio», resulta difícil mantenerse al margen de la corriente general de juicios y balances que discurre por las direcciones de los partidos y las redacciones de los medios de comunicación. Y es que la mitad de la legislatura es el momento casi obligado para que hasta el mismo Ejecutivo haga un alto en el camino y redefina los medios que ha de emplear para llenar, en el tiempo que aún le queda por recorrer hasta el final de su mandato, el hueco que han dejado vacío las expectativas suscitadas, pero todavía no cumplidas.
Ni que decir tiene que cualquier balance, en materia de política, está lastrado de subjetividad. Expresa, en el mejor y menos parcial de los casos, la medida en que se han visto frustrados o cumplidos los pronósticos que cada uno se formuló cuando este Gobierno comenzó su andadura. Desde esta perspectiva, es difícil no convenir en que ni se ha hecho realidad la catástrofe que algunos agoraron ni el cambio ha traído bajo el brazo todas las venturas que otros prometieron. Sólo los más extremistas de ambos lados, que en una sociedad ‘bienestante’ como la nuestra son siempre minoría, se decidirán, por tanto, a la hora de emitir su calificación, por rotundos suspensos o entusiastas sobresalientes. Los demás, la inmensa mayoría, se contentarán con esa medianía que les dicta la escéptica desconfianza con que observan la política.
Si de gestión se trata, habrá de reconocérsele a este Gobierno que, pese a la extrema dificultad en que le ha tocado desenvolverse, ha desarrollado una razonable actuación en los diversos sectores de su competencia. La estadística comparada le resulta favorable. No era, sin embargo, este de la gestión de la cosa pública el campo en que el nuevo Ejecutivo se proponía hacer realidad el cambio que prometió en su nacimiento. En ese terreno se prometía, más bien, continuidad, si bien enriquecida con ciertos retoques de mayor o menor envergadura que, como los acometidos en las áreas de educación, sanidad, empleo y servicios sociales, no han tenido aún tiempo de demostrar su efectividad y deberán esperar al final de la legislatura para recibir una calificación objetiva y desapasionada.
Habrá que centrar, por tanto, el balance en ese otro espacio, más ideológico, en el que los protagonistas prometieron el cambio y que tiene que ver, más que con la gestión pura y dura, con el discurso político. Ahora bien, precisamente por afectar este juicio a la ideología, resultará muy difícil, si no del todo imposible, que quien lo emita pueda escapar a los prejuicios que le inculca su adhesión a uno de esos dos polos que tensan las relaciones políticas en la sociedad vasca. Por ello, a quienes, por ideología, les complace la reducción del discurso político a lo que ha venido en llamarse cuestión identitaria les parecerá que la prédica del actual Gobierno es, no ya vacía y distante, sino incluso negadora de las inquietudes de este pueblo. Y viceversa. No cabe, en efecto, duda de que, en lo que se refiere al discurso político, ha habido un muy notable desplazamiento de lo que hoy son los focos de atención del debate público respecto de lo que lo fueron en la década pasada. Y no creo que sea exagerado afirmar que la introducción de la anterior agitación política en la ‘cámara de descompresión’ que ha supuesto este nuevo discurso menos apasionado ha sido recibida por un amplio sector de la población con un sentimiento de alivio, cuando no de abierta alegría.
Se podría ir quizás un poco más lejos sin pecar de excesivamente benevolente. El núcleo del discurso político que prometió desarrollar este Gobierno ha tenido que ver con eso que vino en bautizarse como «tolerancia cero frente al terrorismo». Ahora bien, esté o no de acuerdo con él, nadie podrá negar que tal discurso ha supuesto un cambio radical respecto del que se hizo oficial en las tres legislaturas pasadas. Y, admitido el cambio, uno podría llegar a preguntarse si este giro en el discurso no habrá sido, no digo yo la causa, pero sí el terreno abonado en el que han podido fructificar las decisiones a que estamos asistiendo y que podrían conducir al final de la violencia. Podría, cuando menos, responderse que la insistencia en la firmeza y en la tolerancia cero ha contribuido a que el rechazo frontal de la violencia y el compromiso con las vías exclusivamente políticas que la izquierda abertzale acaba de expresar hayan sido entendidos por la ciudadanía, en vez de como la respuesta interesada de quien espera beneficiarse de las contrapartidas que se le habrían prometido, como la más clara y contundente victoria del Estado de Derecho.
Si así fuera, y habida cuenta de la complejidad y enorme trascendencia del asunto en orden a la reinstauración de una convivencia basada en la verdad y en la justicia, bien podría concluirse que ese liderazgo difuso que, sin concretar nunca sus contenidos, se le reclama al lehendakari desde varios sectores lo estaría ya ejerciendo sin estridencias y con la serenidad y la prudencia requeridas. No acaba uno, en efecto, de ver qué acciones pueden acometerse en el delicado momento actual desde las instituciones vascas que no sean la del riguroso respeto de la actuación judicial y la de la pedagogía ciudadana en torno a la correcta interpretación que ha de hacerse de lo que está ocurriendo a nuestro derredor. En este sentido, la palabra justa dicha en el momento apropiado es mucho más eficaz que cualquier iniciativa precipitada.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 27/2/2011